La cosa empezó, como siempre, de la manera más inesperada: de pronto fui imantado desde la mesa de trabajo hasta la estantería de un gran almacén al que sólo acudo por necesidad o, como fue el caso, por una inspiración irresistible. A pesar de que llevaba allí siete horas revolviendo libros, salí de mi cuarto a regañadientes, llegué a la planta quinta y me dirigí, aún no sé bien ni como ni porqué, a la estantería de las películas clásicas. No dudé, sabía perfectamente hacia donde mirar. Cuando la vi, y con perdón, casi me caigo de culo. Allí estaba: un único y último ejemplar de una película que llevaba buscando durante casi treinta años (y no exagero, la vi a los 15, en uno de aquellos primeros vídeos Beta que circulaban por España a comienzos de los años ochenta; en cuanto a lo de buscarla, creo que ya no me hace falta convencerte de lo insistente que puedo llegar a ser cuando quiero algo de verdad). Aimez-vous Brahms? Esa es la película que, junto a una novela de Giorgio Scerbanenco (Appuntamento a Trieste), son las dos obras mágicas (y perdidas) de mi vida, aquellas que se me quedaron clavadas, sin las que nada sería igual y que se han alojado en mi imaginación con más fuerza y realismo que muchas otras naderías de la vida corriente. Es una historia de donjuanismo y la protagoniza una Ingrid Bergman de unos cincuenta años (en la foto de abajo, en la época y en el bosque parisino en el que se rodó la película), a la que asocio por muchos motivos que no sé si te contaré con mi querida madre. No obstante, me di cuenta enseguida de que había olvidado algunos datos esenciales, o mejor, que los había transformado en otra cosa; y qué más daba: si me hubiera encontrado con un amigo íntimo de la infancia (y mira que a algunos los he amado), no me hubiera dado ni la mitad de alegría que la que me proporcionó ese reencuentro inesperado y al mismo tiempo teledirigido. ¿Por quién? No lo sé, te lo puedo prometer. Si lo supiera lo diría, aunque quizás es mejor que sea así, y que el velo nunca se descorra del todo. Como ocurre después de que suceda lo numinoso, volviendo a casa, sentí un cierto miedo al comprobar una vez más que todo lo que sucede ocurre para que se cumpla lo que está escrito: que todo ha sido previamente diseñado, que, como dijo Borges en aquel pasaje memorable, vamos dibujando, con todo lo que hacemos, pensamos y sentimos, las líneas de nuestro propio rostro. Ayer tenía los nervios de tal manera en punta que pensé con seriedad en el modo intenso y real en el que me ronda y persigue la locura. In the verge of insanity. Así me encuentro yo, lo reconozco abiertamente. Más tarde, ya en la cama, leí los ensayos de Siri Hustvedt, cuyo cuarto de trabajo te muestro en la foto de arriba, y entonces sí que se me terminó de nublar del todo la mente y el alma. Fue una de esas nieblas de las que, paradójicamente, al final, se sacan las pocas certezas que nos permiten seguir hacia delante. La frase en cuestión con la que me tope, y la que mi cerebro febril ha ido mascando a oscuras toda la noche, es la siguiente: “Aunque hoy en día está de moda rechazar los sueños tachándolos de parloteo neurológico sin sentido, he descubierto demasiadas cosas a partir de mis sueños como para creerlo”. Me dormí, con la satisfacción de haber encontrado una frase redonda donde las haya. Después, no te puedo ni contar, princesa, lo que ha sido esta noche, en lo que a sueños se refiere. Los ha habido de las más variadas formas e intensidades. Hasta el punto de que me han revelado, los mismos sueños, un secreto que me apresto con temblor a confiarte. No sé si te habrá pasado pero a mí me ocurre a menudo: tengo un sueño tan fuerte que me parece real. Hasta ahí no descubro nada a nadie. Pero, ¿qué pasa cuando en el sueño hay más gente que comparte esa misma sensación de realidad? Por ejemplo, cuando vuelas con alguien en un sueño, y para los dos se trata de una experiencia real e indubitable. Algo tan vívido que cuando te despiertas, y vuelves a la normalidad, dices: vaya mierda, es ahora cuando parece que estoy dormido, o muerto. La transitividad entonces resulta esencial. Es el modo de darte cuenta de que todo aquello supera lo puramente subjetivo: en el sueño hay alguien más, a quien conoces, alguien sensato al que aprecias (tú por ejemplo), que te confirma que lo que estáis viviendo juntos en ese momento del sueño es la realidad pura. Pues bien, lo que he descubierto esta mañana, al despertar, es que esa relación que se establece forma parte del sueño también. O sea, que el sueño compartido es algo soñado a su vez. Borges lo vio con suma claridad y lo contó innumerables veces en sus cuentos y en sus poemas, es la mejor intuición de su obra insuprable. Cervantes también. Y Calderón, y Descartes, y Proust, y Kafka, y los profetas bíblicos, por atenerme sólo a unos pocos genios, la nónima completa sería tan luminosa como interminable. Soñamos que estamos soñando. Pero también soñamos que estamos viviendo. Esto ocurre tan sistemáticamente que al final resulta difícil distinguir una fase de la otra. Todo forma parte del big sleep, del sueño eterno en el que estamos todos sumidos. No sé. No sé explicarme pero a cambio te digo que me acompaña la certeza de quien ha vivido y experimentado algo. No me he explicado bien. Lo sé y lo siento. Intentaré contártelo tan pronto como nos veamos, con un gin-tonic delante. Sólo te adelanto que me ha ocurrido algo extraño y turbador mientras te escribía esta mañana gris: he sentido a alguien que miraba conmigo a la pantalla, por encima de mi hombro. Y me he dado perfectamente cuenta de que no le estaba gustando nada que contase tanto.
Álvaro, tú me dirás cómo contactar, ya que tu correo devuelve mis emails. Porque te he tomado la palabra con lo del libro de Kafka.
me ha llegado; luego te contesto largo a hotmail