Notas para un diario 91

De niño, temía a la muerte. La muerte, y el miedo, me han rondado con intensidad. Hasta donde alcanza mi memoria, desde siempre. Llegó una edad en la que el miedo se transformó en angustia. Todo mi ser temblaba, también de noche, acostado con los pies fríos y el cuerpo caliente. No había nada que pudiera despejar esa niebla marrón que me rodeaba y lamía mis miembros con una sensualidad voraz y repugnante. Ni siquiera tu cercanía, tu presencia femenina. Al contrario, mi amor se convertía en un puñado lleno de sal que alguien echaba sobre la herida. Dolía. La angustia y el dolor se sucedían como una cadena de sensaciones amargas.
Te voy a contar un secreto que me avergüenza. Voy a superar la humillación sólo por ti. Al final, se trata de ti. Mi obsesión era tan aguda y constante (sé bien que esto te suena familiar) que, cada vez que apagaba una lámpara, me venía a la imaginación lo siguiente: “Y pensar que será así. Exactamente así. Soy una pequeña luz vacilante y de repente vendrá la muerte y la apagará. Y después, nada. No habrá nada de nada. Y nadie se dará cuenta”. Me temblaban los dedos de frío cada vez que accionaba un interruptor. ¿Una manía? ¿Una fobia? ¿Te has parado a pensar cuantas veces apagamos en casa una luz? Yo sí. Conozco el número aproximado. Hablo sólo de apagar. No es una cifra exacta: depende de la duración del día, en las diferentes estaciones del año, o sencillamente de las horas que seamos capaces de permanecer en casa. Te das cuenta de que mientras estudiamos no hay que apagar la luz durante horas. Sí puedo decirte que el número coincide más o menos con el de tus años. Iba sumando, a lo largo del día, y al final me encontraba siempre contigo, o al menos con tu edad. Tienes la edad de la muerte.
Perdóname si no ha estado bien decirte esto último. Lo siento pero no he podido parar a tiempo. La frase se ha escrito sola. La verdad tenía que decirse y no lo he podido evitar.
En cambio, lo que ahora debo añadir, puede resultar más agradable de oír. Algo que habla directamente de ti.
Recuerdas el viaje que hicimos hasta el mar. Recuerdas la luz que contemplamos mientras comíamos en aquella terraza, a pocos metros de la orilla. Tú no te diste cuenta pero era una luz muy especial. Me resulta imposible describirla con palabras pero la reconocí al instante. Nunca olvido esos tonos malva. Aquella noche, después de dejarte en tu casa, ya en hotel, me ocurrió algo muy extraño. Te había mentido, como a todo el mundo. Te dije que tenía una cita para la cena, pero no era cierto. No quería verte más. No podía. Mi capacidad de resistencia estaba completamente vencida, después de tres días: fíjate que en algunos momentos, por unos instantes, llegué a olvidarme de la muerte. Pero esa paz nunca dura mucho. Mientras comíamos en el puerto, al contemplar aquella luz con destellos blancos y azul violeta, tan intensa y limpia a un tiempo, me sobrevino un pequeño ataque de pánico. ¿Te diste cuenta? Mientras me hablabas con nostalgia de tu padre, de como te llevaba de pequeña a aquel mismo sitio en el que ahora comíamos, sentí que alguien se había colocado detrás de nuestros hombros para mirarnos y esperar. Cuando me ocurre algo así, sé que debo de quedarme solo y permanecer aislado el mayor tiempo posible. Por eso quería dejarte y llegar al hotel y, aunque apenas habían sonado las seis de la tarde, me dispuse a meterme en la cama. Lo necesitaba. Abrí un libro pero tardé poco en quedarme completamente relajado y dormido.
Gozaba de un sueño profundo cuando algo me despertó de repente. Eran las tres de la mañana. Creo que fue la misma profundidad del sueño; una vez leí que es un recurso del organismo que se dispara, llegado a un cierto grado de hondura. Un paso más y el corazón dejaría de latir. Estaba empapado de sudor, pero ya no tenía miedo. Había dormido nueve horas seguidas. Estaba claro que no iba a continuar durmiendo. Mejor. Aprovecharía para leer un rato en el silencio de la noche. Me gusta la soledad en los hoteles. Ocurren cosas raras en las habitaciones de los hoteles. Nada extraño, con la cantidad de almas que pernoctan por ahí.
Retomé el libro por la página en la que lo había abierto horas atrás. Era mi edición italiana de los sermones alemanes de Eckhart. No es lo más apropiado para conciliar el sueño pero a mí me distraen. Nadie ha comentado la Escritura como él. Nadie. Por eso sé que era criptojudío, pero dejemos eso que no viene al caso. Leí el sermón sobre la caída del caballo en Damasco, y apenas comencé el sermón, otro de mis preferidos, en el que glosa las palabras de Cristo en Betania: “Una sola cosa es necesaria”. Me lo sé de memoria, de modo que no me importó caer de nuevo en brazos de Morfeo. Y aquí viene lo extraordinario. Un instante antes de perder la consciencia, a punto de caer en la sima del sueño, en esa décima de segundo que se parece tanto a la muerte, me di cuenta de que había estado leyendo con la luz apagada. Reaccione con energía para no dormirme y comprobé que en efecto no había luz. Estaba en la más completa oscuridad y, sin embargo, podía ver con total claridad y leer las frases del pequeño libro rojo. No daba crédito y me asusté. Encendí la luz de la lámpara y, sin pensar en la muerte, la volví a apagar. Lo mismo. Podía leer y ver con nitidez.
No sé como pero me dormí de pronto como un niño. Al despertar, lo primero que hice fue comprobar si se mantenía aquel extraño fenómeno. Ni hablar. Con las cortinas de la estancia cerradas, y sin luz, no se veía nada. En cambio, al cabo de un rato, al ir encendiendo y apagando las luces del cuarto y del baño, me di cuenta de que había desaparecido mi miedo a la muerte. Ya no pensaba en aquella siniestra comparación que me había torturado durante años. Se había esfumado como por arte de ensalmo.
¿Qué había pasado? No lo sé. Sólo puedo decirte, pies de nácar, que el pensamiento de la muerte fue sustituido por otra intuición equivalente en intensidad: cada vez que acciono un interruptor me viene a la mente la idea fija de que si se se apaga mi luz, que se apaga, una luz mucho más poderosa sobreviene y lo alumbra todo. Es tu luz que espera a que me apague para cogerme de la mano.

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