Días intensos dedicados a penas a ordenar la segunda parte de la biblioteca. Poner “orden” en varios miles de libros que encarnan el trabajo diario de decenios cansa de un modo que no lo puede “saber quien no lo prueba”. Por momentos, uno se queda de lado, y los libros representan un muro, a la vez muro de la vergüenza y escala de Jacob. La ansiedad se dispara en alguien como yo, “maldecido” con una curiosidad babélica. En otros momentos hay ráfagas de luz que caen del cielo y abren por unos instantes las cavernas del sentido. Lo que más me ha divertido, como siempre, es el modo en el que unos libros eligen la cercanía de otros, como cuando sin haber yo hecho nada para que así fuese me di cuenta de que los libros de Menchu Gutiérrez y los de Unica Zürn se habían colocado chic to chic en el rincón de una de las baldas principales. No podía ser de otra manera y podía poner otros muchos ejemplos de ese fenómeno que me fascina. Alguien me preguntó ayer que cuál era el orden, sí alfabético, por temas, por siglos. Nada, nada. El único orden posible en un escritor afectivo como yo es el que usábamos jugando a las tinieblas: frío, frío, caliente, caliente, !!!!caliente¡¡¡¡. El muro se transforma entonces en una pared de fuego, como en un cuadro de Rothko: cada libro es un límite con otros, a los lados, arriba abajo, y cuando uno busca alguno en concreto se va aproximando a ciegas a una determinada zona de ignición, con una mano tendida en signo de derrota, y en el pecho va notando un calor progresivo que le indica que lo que busca en ese momento no está lejos y que tal vez está ahí esperándole.