Notas para un diario 79

Bueno, pues si no te importa, yo sigo. Estoy viendo tu cara. Y casi oyendo ese “pesado” con el que sueles regalarme los oídos a menudo. Me encanta como lo dices, arrastrando la a y comiéndote la d: “pesaaaaaaaaaao”. A todo esto, quizás ha llegado el momento de señalar en concreto de que estoy hablando, y lo malo es que no tengo ni idea. ¿De la mediación del arte? Puede. De la mediación, ¿pero entre qué y qué? Entre la vida y la muerte, entre el amor y la piedad. Puede, pero no lo sé a ciencia cierta. No te olvides de que esto, como reza su título (por cierto que esta tarde hablaré de la oración con uno de esos post con los que hago mi apostolado: ¿fue esa tu fórmula?), bueno, pues que esto son simplemente unas notas para un diario, o sea que ni siquiera llega a ser uno, si quiera son unas bribes para preparar un diario: pequeños hilillos sueltos, desconchones en una pared pintada para engañar al ojo. Sea como sea, a mí todo esto de la muerte, la carne, las imágenes del arte, etc, etc, me pone, aunque sea a costa de quedarme cada vez más solo, a quien coño le importa. Y como los libros que aparecen en nuestra vida nos los ponen delante, sea la Providencia o el maligno, la cosa por cierto no es de poca monta, ha caído en mis manos uno que yo considero claramente providencial. Se llama Tiziano. Ninfa y pastor (Árdora, 1999), y yo que tú dejaría a ese judío con el que te gastas los cuartos e iría corriendo a por él a La Central/Mallorca. Se trata de las cartas que el escritor John Berger, de quien tanto prometo hablar en el futuro próximo, intercambia con su hija Katya, acerca del pintor veneciano. Todo empezó así: la tal Katya Berger, que hasta los veinte años nunca había querido hablar de arte con su viejo, y sólo para jorobarle (quizás es que era muy lista y no se consideraba preparada), de repente se larga a Venecia, se pone a contemplar la pintura del otro viejo y manda a su padre unas postales en las que queda patente que todo el tiempo que lleva “soportándole” lo ha aprovechado para interiorizar hasta la última gota del conocimiento que éste le había ido transmitiendo a manos llenas sin obtener de la niña una sola respuesta. El caso recuerda al del hijo de un rabino de Breslau al que todos creían mudo y tonto. No dijo una sola palabra hasta que cumplió los treinta, pero ese día, en plena fiesta, comenzó a hablar y se dieron cuenta de que era sabio y que conocía la Torá de memoria. El diálogo entre el padre y la hija es ejemplar, en el sentido cervantino del término: a mí me resulta moralmente extraordinario que un padre y una hija puedan hablar de esas cosas con semejante inteligencia y confianza. Léelo y verás que envidia te da, que en eso nos parecemos mucho, la libertad, la admiración intelectual y el amor que destilan esas epístolas. Bueno, al hilo de lo que te he escrito estos últimos días, resulta que hablan justamente de lo que Bataille llamó Las lágrimas de Eros (por cierto, por cierto, sabías que los nuevos responsables del Thyssen, mucho más “modernos” que su antecesor, el gran Llorens, están preparando una exposición con ese título para el futuro próximo?: ¿será verdad que un museo necesita detrás un proyecto intelectual sólido? Yo creo más bien que no, by the way, total a quién le importan esos planteamientos románticos y anticuados, no será al tal señor Krens a quien mi amigo Jean Clair tiene tanta manía). El dolor y el amor. El dolor del cuerpo enamorado: ¿puede alguien morir de amor? No creo tampoco, no exageremos con esas cosas que parecemos la Brönte. La buena, claro, o sea Emily (Ojo: tampoco es que la otra fuera mala, ni mucho menos). Esto se está convirtiendo en una auténtica diarrea mental, y créeme que sé lo que digo. Te estoy oyendo doña perfecta: “te estás pasando siete pueblos”. Me da igual. Lo bueno de escribir en España es que nadie te lee, a lo mejor ni tú siquiera, de manera que puedes escribir lo que te de la gana, con gran libertad, siempre que sea en tu libreta del alma, y ahora en este soporte que no sabemos muy bien ni lo que es ni adonde nos conduce a los blogers/argonautas que nos hemos embarcado en esta travesía sin destino ni Jasón que nos pilote (la única metáfora que me vale hasta ahora se la oí, haciendo zapping, a un sociólogo francés: internet es el sexto contienente, un continente en expansión). Bueno pues digo que no me importa porque aquí no se trata de ser elegante sino de escribir lo que brote y con eso me habré acercado al ideal de este subsubgénero que creó, para mayor gloria de todos, mi maestro gerundés en el mismo año de mi nacimiento (¿será una confluencia que me interpela desde la cuna o simplemente le cogió cansado y decidió pasar de ponerle lógica al relato de su vida?). A ti te parece que me alejo del tema pero en realidad nunca he estado más en él que cuando consigo convertir todo esto en un caos formal. Volviendo por un instante al tema de eros y tánatos, el bueno de John Berger le pregunta a su niña (Victoria por favor espabila, coño, que necesito tu compañía, y sé que me la puedes dar) si cree, siento no poder traer aquí todo el contexto, que toda la carne es femenina y si no cree ella que “lo específicamente masculino son las fantasías, las ambiciones, las ideas, las obsesiones. ¿Podría, en cambio, ser femenina su carne (la del varón quiere decir)?”. La niña/mujer contesta en dos fases. La primera dentro de lo políticamente correcto, aunque no lo reconozca claro está: “¡Pues no! La carne no es sólo femenina. Precisamente el que a lo largo de los siglos las mujeres nunca hayan dejado de ser deseadas, el que los hombres las deseen siempre, se debe, en parte, a una pequeña mentira, tan vieja como el mundo, según la cual toda carne es femenina. No es más que una convención en virtud de la cual los hombres usan los cuerpos de las mujeres para expresar sus propios deseos pasivos, su deseo de abandonarse, de tenderse, anhelantes, en una cama. Habéis convertido el cuerpo de la mujer en el embajador del deseo masculino o, más bien, del deseo, al margen del género. Pero, ¿te has fijado alguna vez que la piel del hombre, cuando es suave, es mucho más suave que la de la mujer?.” Un final de frase genial, sin duda, que solo lo podía escribir una mujer como Katya Berger. Hasta aquí la respuesta pagada, por mucho que el final sea memorable. Pero después, y tras excusarse por si lo que dice puede parecer “sexista o falocrático”(sic), escribe (en la última de las cartas) las consideraciones más extraordinarias que imaginar quepa sobre eros y tánatos, hombre y mujer, arte y mediación. Resumo el contenido en algunas frases: “Lo que hace que un cuerpo te seduzca (¿a quién se le ocurre hablar de estas cosas con su padre?), o una página escrita te absorba hasta que te sumergas en ella, o que un lienzo viva, se mueva, hable e irradie algo que te atrae a su propio espacio es, en todos los casos, su peculiar forma de ser ellos mismos, de ser inseparables de sí mismos. De que les importe un comino los mirones (¿ves por qué no me corto un pelo cuando escribo?). De no someterse a nadie. De ser ellos mismos como si estuvieran solos en el mundo (…) Lo que les encanta a los hombre de la sensualidad femenina –implique o no el acto amoroso– es la forma en la que los gestos de la mujer, sus entonaciones, su presencia, surgen de las profundidades de su ser, de su niñez, quizá, de lo que es en sus propios sueños, de lo que puede ser cuando está durmiendo sola. Al hombre le entusiasma haberlo presenciado. Lo que digo les ocurre también a las mujeres, pero me he preguntado con más frecuencia qué es lo que ha atraído al hombre que está echado a mi lado que al contrario, hasta el punto de que a veces parece que conozco mejor a los hombres que a mí misma. (…) Cada gesto de la mujer es la suma de todos sus gestos secretos, y lo que deleita al hombre es conocer ese secreto. ¿Y al contrario? Creo que el placer de la mujer tiene que ver más con el hecho de revelar su secreto, con el hecho de despertar algo que estaba oculto y dormido (…) La mujer se parece más a la página que invita a su lectura, al lienzo que atrae la atención, que al hombre. Tal vez es por eso por lo que su cuerpo ha sido tan profusamente representado en el arte. No sólo porque la mayoría de los artistas han sido hombres, sino también porque hay algo esencial en la relación entre los sexos: la mujer inseparable de sí misma, y el hombre vigilándola, deleitándose en su proximidad”.

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