A las seis de la mañana me he despertado y confeccionado esta entrada en mi cabeza. Proust pensaba que “un hombre que se despierta está rodeado por el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos”. En el último libro publicado en España de George Steiner, El silencio de los libros (Siruela, 2011), el maestro se plantea entre otras una pregunta que se puede formular así: ¿se puede seguir leyendo después de algo como lo ocurrido recién en el Japón? ¿tiene algún sentido? ¿algún valor? Steiner arma la pregunta y apunta la respuesta. Para hacerlo tiene que superar unos cuantos dictados a priori y recurrir a su propia experiencia de vida, a la intuición no demostrable de que leer poesía, escuchar música, estudiar filosofía merecen la pena. La negación del valor de la vida del espíritu es un esencialismo que, como lo demuestra la historia, surge del y conduce directamente al fanatismo. Hablando de Proust, Jean Cocteau decía que el genio parisino había sido capaz de percibir en su obra “el tiempo verdadero, las falsas perspectivas que presenta y nuestra posibilidad de imponerle unas nuevas…” O sea que el arte sirve al mismo tiempo para distinguir lo verdadero de lo falso (la finalidad sempiterna de la filosofía) y para abrir la realidad a todas sus posibilidades (en otras palabras, para huir de eso que llamamos “realismo” y que no obstante se opone frontalmente a lo que Freud llamaba “el principio de realidad”). Es esencial la presencia azul de la lectura en todo el comienzo de A la búsqueda del tiempo perdido. Lectura y sueño. Sueño y lectura, esa es la distancia más corta entre dos puntos. Después de la visita al show Chardin fui corriendo al catálogo. Demasiado realismo en cada uno de los textos. ¡Ay…! Recordé que Steiner dedica en Pasión intacta un bellísimo ensayo a analizar el Philosophe lisant de Chardin: “El lector infrecuente”. Pero ni una palabra sobre el color azul sobre el que se construye también ese cuadro. ¿Por qué? En Errata cuenta la influencia que, en el mismo comienzo de su vida espiritual, tuvo un librito que reproducía los escudos heráldicos del viejo imperio. Ni una palabra real sobre los colores, a pesar de que precisa que el volumen tenía las tapas azules. El narrador proustiano, en cambio, parapetado al fondo del jardín, oye cada vez más lejanas las horas en el reloj de Méséglise y dice: “Algo que había ocurrido no había ocurrido para mí; el interés de la lectura, mágica como un sueño profundo, había engañado a mis oídos alucinados y borrado el reloj de oro en la superficie azulada del silencio”. Yo me pregunto que pensaría el maestro Hokusai (?), al envolver en azul la escena de un muchacho leyendo en una rama, mientras el río baja rugiendo sobre la superficie del tiempo.