Me gustaría recobrar hoy, en este espacio literario, un poco de tu presencia, continuar nuestra conversación, abierta y franca, desinteresada; lo grandioso de la vida es que uno no sabe nunca lo que se va a encontrar por delante, por mucho que mire hacia detrás. El medio es lo que no está ni delante ni detrás. Recuerdo de niño, adolescente, que cuando no podías disfrutar directamente del amor, buscabas una mediación: si estabas perdidamente enamorado de la hermana de un amigo, y no te correspondía, estar con ese amigo se convertía en algo más que un consuelo: era una mediación porque su presencia contenía de un modo misterioso la de la persona amada. ¡Genial, ahora va a resultar que somos casi como hermanos! No me parece mal. ¿Y a ti? Hablaré en los próximos días de la mediación, y si hace falta de las terceras personas, pero por ahora prefiero hablar de las mujeres en general y de la muerte en particular. Quería haberte contado, y se me olvidó (menudo idiota, en qué estaría pensando, con las perlas que me has encontrado tú últimamente) que en el Monte Athos (¿sabías que nuestro adorado y patagónico Chatwin pasó allí gran parte del final de su vida y que allí se convirtió en el seno de la Iglesia Ortodoxa Griega?) hay una inscripción que dice: Si mueres antes de morir, no mueres en el momento de la muerte. No. Tranquila. No tiene que ver sólo con la famosa teoría platónica de la escritura: aquello de que la escritura es muerte y, por tanto, que si vives escribiendo (o sea muriendo a la vida) quizás tu obra permanezca y sobreviva. No. Además, fíjate que (como muy bien vio André Gide), todo eso no es sino una versión intelectual del “Si el grano no muere…” evangélico. Yo voy, ahora al menos, a otra cosa. ¿Por qué han escrito ese lema los monjes? Muy fácil: por que allí no puede haber mujeres, o sea que viven como si no tuvieran vida presente. Fíjate que la frase por un lado afirma algo pero al mismo tiempo pretende seducir a quien la lee con una promesa. Con una promesa del otro lado. Seduce con la promesa de la inmortalidad. Todo el arte, hoy más que nunca, pretende ejercer la misma seducción: “Enámorate de mí, que soy real, moldéate a mí, sigue mi moraleja (¿puede haber algo más inmoral que la moralidad en el arte), olvídate de la vida”. Se me ocurren dos cosas sobre la inmortalidad que promete esa frase: que ahora entiendo porque los dioses griegos envidiaban a los hombres. También se me ocurre que quizás dice “no mueres en el momento de la muerte” porque el que está muerto ya no puede morir. ¡Qué cosas más terribles, el amor y la muerte, el deseo y la piedad! ¿Y qué tiene que ver todo esto con la mediación y la presencia? No lo sé, pero sé que está ahí la cosa. De lo que no cabe duda es de que si uno no se separa un poco, no puede ni ver ni tocar ni entregarse (tres actos tan íntimamente sucesivos como lo son entre sí el pensamiento, la palabra y las acciones de los hombres). Puede estar pegado a aquello que desea alcanzar, pero no puede extender la mano y tocar, con todo lo que este acto humano significa. Por eso me gusta sentarme cerca de ti, lo más cerca posible, porque así en realidad no te veo bien y de ese modo todo el proceso queda desde el inicio detenido. Te mantienes tan solo como una presencia mediadora. Tú, que has estudiado lógica aristotélica, sabes lo que es el llamado “término medio” (perdona que te cosifique o que al menos haga abstracción de tu persona: créeme que es mejor así): en cualquier razonamiento hacen falta términos o juicios que enlacen el punto de partida y la conclusión. Es lo que podría permitir que lo que es y lo que todavía no es se identifiquen. ¿Y sólo en el plano lógico? Sería lo que nos habla de lo que es sin serlo todavía, como el hermano de la enamorada. En el amor, el acto de mediación es el tocar. La mediación nos habla siempre de una oscuridad. Y ¿quién habla en esa oscuridad? ¿La muerte para los vivos y la vida para los muertos? Quizás no sólo la muerte.