Pues va a ser que no: ahora que habían convencido a la familia del poeta de que dejaran que se abriera la fosa de Víznar, viene la plenaria de la Audiencia Nacional (¡qué nación vamos a construir así, sin dar a cada uno lo suyo!) e impide que se detenga la orden de exhumación de la fosa. ¡Qué paciencia hay que tener con los jueces! ¡Qué inmensa paciencia hace falta! No sabe uno ya a que carta quedarse: si quiere que se abra o no la zanja o que la tierra se trague el barranco para siempre jamás. En estos momentos de duda lo mejor es consultar a los poetas y ver que es lo que dicen ellos que ven más allá de todo y además lo saben expresar. Y puesto que se trata de resucitar a un muerto, me he ido a los textos sobre Lázaro de tres de los grandes. Primero, Valente, que en sus Poemas a Lázaro dice cosas como éstas: “/No reivindicaron/más privilegio que el de morir/para que el aire fuese/más libre en la alturas/y los hombres más libres… La nieve aún dura prodigiosamente/viva en el aire mismo/donde morir fue un puro/acto de fe o de supervivencia”. Cernuda, que sabía muy bien de que hablaba, dedicó por las misma fechas (o sea después de la guerra incivil) un largo poema a Lázaro, seguramente uno de los mejores que nunca escribiera, en el que insiste en la misma idea: “/Alguien dijo palabras/De nuevo nacimiento./Mas no hubo allí sangre materna/Ni vientre fecundado/Que crea con dolor nueva vida doliente/Sólo anchas vendas, lienzos amarillos/Con olor denso, desnudaban/la carne gris y fláccida como fruto pasado;/No el terso cuerpo oscuro, rosa de los deseos,/Sino el cuerpo de un hijo de la muerte… Ahora. La hermosura es paciencia./Sé que el lirio del campo,/Tras de su humilde oscuridad en tantas noches/Con larga espera bajo tierra,/Del tallo verde erguido a la corola alba/Irrumpe un día en gloria triunfante”. Uy, que trascendentes, que cosas las de estos poetas agnósticos, amantes de la complejidad. Y el tercero, Juan de Patmos, poeta y profeta como los anteriores, si acaso más humano, demasiado humano, habla también del futuro glorioso y de la paciencia con la que debemos soportar lo que tardan los vivos en morir y los muertos en retoñar; además este fue testigo ocular de lo que ocurrió con ese Lázaro convertido después en mito inspirador. Lo que más me llama la atención a mí es el comienzo de su relato: “Las hermanas enviaron a decirle: Señor, mira que aquel a quien amas está enfermo. Oyendo Jesús el recado, dijo: “Esta enfermedad no es mortal””. Pues vaya profeta, no había acabado de hablar que su amigo estaba ya rígido como un decreto. ¿Pero es que no le importaba? ¿Qué clase de amor es el que hace oídos sordos al dolor del amado, y hasta de su misma extinción física? ¿No hubiera sido más fácil y humano poner remedio a su agonía? Pues no, por lo visto no, mira tú por donde, prefirió esperar inactivo, no acudir (es el gran reproche que le hace después María de Betania) y dejar que las cosas siguieran su curso natural. Y la cosa es que lo sintió: “Jesús llora conturbado: se le arrasaron los ojos en lágrimas”¡Mirad como le amaba! Ahora, lo más increíble de todo es que a Jesús no le perdonaron el milagro: “Desde aquel día no pensaban sino en hallar medio de hacerle morir” (cf. Jn, XI, 1-53). Pues ya ves tú a que reflexiones prehistóricas nos ha conducido el interdicto judicial. ¡Qué paciencia hay que tener con los jueces!