Notas para un diario 131

Si este blog no ha de servir para nada, que sirva al menos como registro parcial de mis andanzas. Para que nada (por ejemplo de lo que he vivido estos últimos tres días en Valencia: pasión, muerte y resurrección) se pierda, o para que se pierda definitivamente: no sé que prefiero, la verdad: recuerdo que de pequeño me decían cosas tan extrañas como que estar alegre era una obligación, o que nada de lo que se da, se pierde. Lo que tengo más que claro es que lo único que puedo hacer con ese material/memoria son estas notas inconexas, notas para un diario, pero nunca algo orgánico ni menos elaborado ni aún menos entrelazado. Me limito a apuntar las cosas una por una, en su orden o no, como el que compone una lista (me he pasado la vista haciendo listas, mis hermanos se reían de mí, con razón; hace años, hasta para emprender un viaje de un día hacía una lista de listas que tenía que hacer: lista de cosas para llevar, lista de cosas para ver, lista de cosas para no hacer, … fíjate con que clase de psicolgía enfermiza te juegas los cuartos, aunque confieso que estoy mejorando, digamos que me estoy descomplicando un poco). Hay cosas que a uno le imantan a la primera: a mí me sucedió así con el Montgó, la montaña mágica que preside la villa de Dénia. Me quedé estupefacto y supe que volvería a contemplarla, siempre que pudiera. Al pasear con Tomàs por Las Rotas, a la vez que hablábamos de todo y de nada, yo volvía constantemente la vista sobre esa mole perfecta. Me sentía acogido por su medida grandeza. Mucho más que por las casas que dan sobre la bahía, y no precisamente por que dejaran de atraerme: podría vivir allí, desde mañana, no me pararía ni a hacer la maleta, frente a ese mar verde y turquesa, pero nunca habitar las casas concretas que habían sido la guarida del lobo. No hay lejía ni muerte suficientes que limpien esa indignidad. Digamos que las vibraciones no eran buenas, a pesar de que en la compañía de Tomàs uno podría permanecer hasta en las mismas puertas del infierno. Hablamos precisamente de como, a partir del final de los treinta, la obra de tantos (Matisse, Picasso, Julio González…) se ennegrece hasta sondear la oscuridad más completa. Él tendrá el reto de explicarlo algún día próximo, pero yo tampoco abandono esa idea, que me obsesiona. Me gustaría poder mostrar, aunque sea un poco, la clase de maestría que ejerce Tomàs. El gran estilo, el modo indirecto, siempre difícil. Si el problema del abandono de la figuración, en las artes, es un problema de escala, una forma de búsqueda de una nueva escala, más cosmológica que antropológica, si el hombre cae en la cuenta, una vez más, al asomarse al abismo del mal, y si yo voy a estar dos días más en Valencia, además de sugerirme que me plante delante de Femme au miroir (1936-1937), me dice que no me pierda los tesoros del Colegio del Patriarca, empezando por el propio colegio y su espíritu fundacional, que me explica pormenorizadamente. Reforma/Contrarreforma. Otro momento de búsqueda de la escala. Erasmo. Vives. Ribera, y Moro. ¿Conoces el escrito, de la torre de Londres, titulado De la tristeza de Cristo? No, no lo conozco. Pues el manuscrito está en Valencia, en el Colegio de San Juan de Ribera. Me voy derecho a verlo allí. Me encuentro con una Misa cantada en gregoriano. Ni el menor atisbo de tradicionalismo; al contrario, un pequeño grupo de sacerdotes mayores y cansados. Me quedo. Introvertido. Pienso mucho en ti. Te siento muy cerca. Me voy abriendo poco a poco. Como si te tuviera al lado en aquel banco de palo de rosa. Por la noche, en plena oscuridad, leo, o mejor dicho me lee, y me desnuda, el texto en internet, las casi cincuenta páginas. No puedo explicar bien esta parte. Tristis est anima mea usque ad mortem, dice el SiervoEt factus in agonia prolixius orabat. Entrado en agonía…, dice con precisión Lucas. Juan por su parte calla, ni una palabra directa sobre ese rato. Yo sólo sé que me identifico místicamente con un personaje al que sólo alude Marcos. Lo abandonaron todos. Huyeron todos. No extraña que Juan callase. “Y un joven (adolescente quaedam), cubierto sólo con una tela de sábana, le seguía. Y lo agarraron. Pero él, soltando la sábana, se escapó desnudo.”

Necesitaría dos días de conversación con Henri de Lubac para apuntar al menos los cuatro sentidos de esa información evangélica. Por cierto, hay quien ha dicho que ese joven era el propio Juan. No lo parece porque él sí que estuvo después en casa del Pontífice, y hasta habló con la portera. E iría vestido, claro. ¿Corrió a abrigarse y se unió después al grupo? Un poco complicado, ¿no? Seguramente el joven llegó más bien con los que iban a prenderle. Hasta entonces no le molestaron, pero habría algo, en su mirada, en su forma de permanecer junto al Señor, algo que dijo, que le traicionó. Iba desnudo, acaso venía de estar con una mujer, pero enseguida todos notaron que le amaba a Él, y por eso quisieron prenderle y darle muerte. Le salvó su desnudez, salió ileso porque salió desnudo. Sólo la violencia, la fuerza bruta, la intolerancia, le apartó momentáneamente del Maestro. El Moro saca de este episodio, de la huida de los apóstoles y de la valentía del adolescente, un principio de actuación moral que debería aplicarme: Si alguien escapa cuando Dios le manda permanecer y afrontar el peligro con confianza, bien por razón de su salvación, o por la de aquellos que le han sido encomendados, ese tal se comporta, sin ninguna duda, de un modo muy insensato. Tomàs me hablaba con razón del valor existencial de esta obra del Canciller inglés. En eso mismo pensaba yo cuando, ante la entrada de la vieja Universidad, en la antigua Calle de la Nave, leí el famoso letrero: Universidad Literaria. Recordé el comienzo del Valencia de Azorín, cuando explica el malestar que ese dictum de bronce le provocó desde su primer día de estudiante: Y recuerdo yo que, adorador de la literatura creadora, literatura de imaginación, verdadera literatura, ese rótulo me irritaba sordamente. Respondía tal concepto de literatura al concepto antiguo, comprensivo de letras y ciencias en su sentido más lato… Inmóvil yo en el umbral de la puerta, considero el contraste flagrante que ofrece a mi ánimo la pugna entre las letras broncíneas del dintel y mi personalidad psiquíca. Arriba está lo oficial, inflexible, y abajo lo particular, irreductible. A lo largo de toda mi vida ha de manifestarse tal discrepancia… Inmóvil en el umbral bajo el letrero de Universidad Literaria, no sé que va a ser de mí en la vida que se me abre. Pero no me encuentro sólo en mi actitud. Y, a quién apela el viejo Azorín, el que rememora Valencia: a Cervantes, cómo no. Un preterido, dice. Preterido del mundo, de la oficialidad, de las falsas jerarquías, pero amado, muy amado por la musas, y me atrevo a decir que hasta por los ángeles. Menudo tema. De nuevo la cuestión de la medida, de la escala, del corazón, libre, de la libertad interior, y de la búsqueda de la verdad, que se necesita como el aire para respirar.
Después de una noche mortal, en la que apenas encontré consuelo en el desconsolado Moro, noche en la que los ángeles batallaron por nuestra libertad, amanecí frente a un sol de un color literalmente indescriptible. Fue como si uno de ellos, uno andrógino, me hubiera despertado susurrándome al oído algo así: oye, venga, despiértate ya, levanta, resurge, mira por la ventana, el frente del mar, la aurora, mira ese sol que despunta, esos rojos de amor, esos dorados, esos rosas, toda esa belleza que es para ti y para mí, y abandona tu escala, acepta la otra, la de verdad, hazlo por mí, al menos por hoy, y serás feliz, y tendrás algo de paz, y yo estaré contigo, un rato, sólo un rato, hasta que te serenes y vuelvas en ti…
Quizás mañana diré algo de la mujer, ante el espejo.
La tabla, del trecento, es de Duccio, y se conserva en el Museo de la Catedral de Siena.

2 Comments Notas para un diario 131

  1. María 27/09/2009 at 10:06

    ¡ Qué ángel de la guarda tan bueno tienes! 🙂

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  2. Icíar 27/09/2009 at 13:08

    Si es que en Alicante hay pueblecitos preciosos. Allí está nuestra jubilación, entre Calpe, Moraira y Denia. Una casita con vistas, rodeados de gaviotas. Esa combinación mar y montaña, y el sol de invierno, que no logro cambiar por ningún otro lugar que de momento haya visto.

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