Querido Al:
Hace mucho que no te escribía, y la verdad es que he intentado no hacerlo, pero hoy no he podido esperar más. No he tenido fuerzas para luchar contra mí misma, contra mi desesperación. He estado cansada; muy cansada. He pensado de nuevo que pudiera estar embarazada, pero no. Será al menos esta maldita anemia, que me acompañará hasta la tumba a pesar de que no la acepte como compañera de fatigas, y también el calor que ya nos ronda por estas tierras mediterráneas. Me dejan baldada. Y para colmo, tengo un dolor de cabeza que no se ha querido despedir del todo. Comenzó hace una semana, justo después de vernos. ¿Habré heredado las jaquecas de mi padre, las que acabaron con él? Seguramente… No obstante, cada mañana me levanto temprano para acompañar a X a desayunar; para despedirle con un beso en la puerta del ascensor. Y cada mañana me vuelvo a la cama porque apenas puedo mantenerme de pie. ¡Qué limitación! Entonces, con frecuencia –¿te molesta que te lo diga?–, pienso en ti y en nuestras conversaciones. Me tumbo y pongo el Unplugged de Lauryn Hill que me regalaste. Ya lo he oído mil veces: I Gotta Find Peace Of Mind. Me da vergüenza confesártelo pero yo también lloro mucho, como una auténtica Magdalena. Merciful, merciful, merciful… no sé a quién se está dirigiendo, a Dios tal vez, a un amante, no repite otra cosa al final de la canción y yo necesito esa misma misericordia. Me emociona esa forma de desnudarse ante el público; yo quisiera hacer lo mismo ante ti. Pienso en la última vez que hablamos y en lo que hablamos. No lo puedo evitar. ¿Te acuerdas? Tú pontificaste sin parar precisamente del corazón, de eso que es mucho más que un músculo, de eso que es en realidad, ¿cómo lo dijiste?, “el límite en el que el hombre, en el propio origen, limita con el misterio de Dios”. ¡Joder, Al! Pero, ¿de qué vas? Como seguro que recuerdas, me entró la risa al oír aquello y, para que no te enfadaras conmigo, te pedí que me lo repitieras despacio para copiarlo en una servilleta. Lo escribí con tu pluma, esa en la que tienes grabado en oro los nombres de tu mujer y tus hijas (“las mujeres de mi vida”, me dijiste) y lo guardé en el bolso. No se puede escribir con pluma en la servilleta de un bar barato. Te pedí que me lo explicaras en cristiano, y vaya si lo intentaste. Que si el corazón es un pozo sin fondo, allí donde todo comienza y recomienza, aquello que es uno antes de que se desparrame en nuestros actos y deseos, aquello que nunca sabemos hasta que punto está limpio o podrido, y que por tanto hay que purificar a cada instante, qué se yo cuantos rodeos para no aceptar que sencillamente es algo que no controlas por mucho que sea el centro de la vida del hombre y de su ser. A veces te veo como un personaje cómico. Mi viaje de vuelta, te lo puedes imaginar. Cuando llevaba una hora conduciendo, creí que la cabeza (¿o sería el corazón, Al?) me iba a estallar. Pedí a mi fellowman (ese que te cae tan bien, ja, ja, ja) una tregua. Necesitaba salir del coche. Encontramos enseguida una gasolinera. Paramos y, mientras él compraba algo para comer, me coloqué lejos y me encendí un cigarro. No sé si aquello me ayudó a calmarme o si me mareó aún más. No podía aclararme y la tentación de la desesperación me invadía con una fuerza como no he sentido nunca. Te juro que me temblaba el cuerpo pensando que tenía que volver a casa. Esa angustia, y la secuela del dolor de cabeza, me ha acompañado todos estos días. Ha sido un infierno (acaso tú dirías que ha sido un purgatorio; ¿querrás explicarme la diferencia? yo te prometo que intentaré no descojonarme). ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué? ¿Por qué haces que las cosas sean tan complicadas y retorcidas? Necesito algo inmediato, algo que esté presente, y que pueda ver y tocar. Necesito primero tocar para luego desprenderme y relativizarlo. ¿Tú me entiendes? ¿Cómo podemos encajar todo esto en un mundo tan consumista, placentero y materialista? Te diré que no te entendí cuando hablamos, que me reí de ti, pero la verdad es que la servilleta, en la que apenas se puede leer ya nada, me ha acompañado desde entonces. La guardo en mi bolsillo y con frecuencia la aprieto dentro de mi puño…