Cuántas cosas han pasado desde la última carta. Todo un mundo entero dentro de mí. Estoy viviendo con una intensidad que cada día de estos últimos pasa lento como una vida. Hacía mucho que no sentía así, cada momento, cada instante. Cuando llega la noche, tengo tal agotamiento que no puedo ni siquiera rezar. Me duermo pensando que el sueño de quien no puede más es la mejor plegaria. Una oración que parece pasiva pero a la que me entrego plenamente; antes de caer en el sueño, cuando puedo, dispongo mi cuerpo en la postura de un niño que se tiende confiado en unos brazos que le acogen. Sé que el día que me muera haré exactamente el mismo gesto, y esperaré con calma a que llegue el momento final. Sin miedo y sin ansiedad. Llevo varios días sola en casa. Las niñas están con unas primas en el campo. J. no viene hasta la noche y apenas me habla. Por primera vez desde hace años tengo un poco de tiempo para pensar. Es como si me hubieran separado de todo (en ese todo te incluyo a ti) y alguien quisiera decirme algo. Pero el qué. Eso sí que me da miedo. Empezar, otra vez, a recibir todo tipo de impresiones de afuera. Son cosas que veo y que me duelen. ¿Por qué soy así? ¿por qué he sido así desde niña? ¿por qué estoy todo el tiempo viendo y sintiendo cosas que para los demás no significan nada? Te juro que preferiría morirme que empezar de nuevo con esto: un accidente de coche, un descuido en la playa, un jaleo en la calle. Sería mucho más fácil todo. Pero yo no soy quien para recoger una vida que no he sembrado. No sería una muestra de amor. Sé que mi destino es ahogarme en la vida, siendo nadie, siendo borrada por los demás. Esa es mi libertad, aunque a veces la rechazo con las pocas fuerzas que me quedan. La rechazo y me quedo completamente vacía. No reconozco ni mi cuerpo. A veces dudo hasta de que me haya sido concedido un cuerpo. Un cuerpo que ya nadie mira ni acaricia como antes. Un cuerpo que es mi tumba anticipada. Como estas cartas que te escribo y que nacen muertas y que son hoy por hoy mi única vida. Sólo ruego para que me sea concedido el don eterno de la oración. Vivo en medio de problemas que no tienen salida. Ninguna solución. Cuantas más vueltas les doy, veo las posibilidades más agotadas; entonces hay un momento en que lo acepto todo y me veo a mí misma ahogándome en el dolor, comprendo que las cosas se podrían solucionar pero que por alguna razón no será así… y con sorpresa descubro que en todo eso hay una sabiduría. Ves, no sé como explicarme. Pero necesitaba compartir esto contigo. Al, perdóname por escribirte. Gracias por dejarme escribirte. Si te parece muy fuerte o muy indiscreto lo que te cuento, rompe la carta. No te lo podría reprochar. Yo no sé nada y no puedo hacer nada: soy muy débil y sólo sé que a veces me encuentro llorando y pienso que mis lágrimas caen vacías para que alguien las llene con su voluntad. Me gustaría que tú fueses ese alguien. Tú también eres débil; eso es lo que me atrae de ti. Que en ti encuentro una hospitalidad que todo lo demás me niega. Tú no me juzgas. Ni siquiera me analizas. No te quepa duda de que el mundo será de los débiles; que algún día pasará la soberbia y el desprecio, y entonces el mundo vivirá en paz. La paz de los débiles y de los que no juzgan.
(La foto que acompaña este nuevo fragmento de carta, se titula Nel metro y fue tomada en 1963 en París por el gran fotógrafo italiano Mario Dondero)