Este virus, tramposo y virulento, es repugnante. Se esconde entre los abrazos, los apretones de manos y, al parecer, hasta en el aire que respiramos. Un bichito insignificante que, sin embargo, después de sembrar la desolación y la muerte en Asia, ha logrado doblegar el sistema de salud de toda una región como la Lombardía. Ha paralizado a la séptima potencia industrial más grande del mundo. Ha conseguido detener el tiempo, las vidas, el trabajo y hasta el amor. Llevó a toda una nación al cierre, y acto seguido a todo un continente, privando a sus ciudadanos de las libertades fundamentales que habían conquistado a lo largo de los siglos. Ha sido responsable del cierre de los colegios en toda Europa. Nadie, hasta ahora, había logrado hacerlo, ¡ni siquiera Hitler! Ha cerrado parques, fábricas, playas, oficinas, salas de deporte, cines, teatros. Ha cerrado hasta las puertas de iglesias, sinagogas, mezquitas.
Cada día, hace que enfermeras, médicos, jefes de departamento estallen en lágrimas, se pongan enfermos y mueran, uno tras otro. Ha dejado sin trabajo a empresarios, comerciantes, libreros, restauradores y actores. Encadena a miles de enfermos a sus máscaras de oxígeno, asfixiándolos lentamente, o a una velocidad impresionante. Puede convertir a cualquiera de nosotros en portadores asintomáticos sin saberlo, bombas de relojería que enviarán al hospital o ad patres a nuestras personas más queridas.
Ha matado y sigue matando, imperturbable, a miles de personas, empezando por los más débiles y vulnerables. Ha obligado al ejército a transportar los ataúdes al cementerio porque las funerarias están desbordadas. Impide que se rinda homenaje a los muertos con ritos funerarios. Este virus es repugnante. Es una verdadera escoria que se propaga libremente, traspasando fronteras, por todo el mundo. Eso sí, respeta a los jóvenes y a los niños. Y parece ser que es la única misericordia que le muestra a nuestra especie.
Y, a decir verdad, también tiene otros méritos. Ha demostrado, cada día, que Albert Camus tenía razón: «Y para decir simplemente lo que aprendemos en medio de los flagelos: que hay más cosas en los hombres para admirar que cosas para despreciar». Durante este primer mes… – ¡Un mes ya! – de la pandemia, eso es lo que he aprendido. En Dalmine (a pocos kilómetros de Bérgamo, una de las zonas más afectadas) he visto a una treintena de trabajadores voluntarios mantener en funcionamiento la empresa Tenaris para seguir fabricando botellas de oxígeno, tan vitales en estos momentos.
He visto empresas de moda, como Miroglio, parar la producción de tejidos y telas en cuestión de días para confeccionar 100.000 máscaras al día, la mayoría de ellas donadas por Giuseppe Miroglio al departamento de salud de la región de Piamonte. He visto a muchos actores de la moda italiana seguir el ejemplo de Giorgio Armani y hacer generosas donaciones a los sistemas de salud (Prada, Moncler, Versace, así como Kering y el grupo LVMH en Francia). He visto las fragancias de Dior, Guerlain y Givenchy transformadas en gel hidroalcohólico. He visto a Chiara Ferragni, figura indiscutible de la vida despreocupada, convertirse en activista contra el virus, sensibilizando a sus 17 millones de seguidores en Twitter y recaudando millones de euros.
He visto a públicos que, desplegando el hashtag #yonosolicitoelreembolso, han renunciado a su derecho al reembolso de entradas a teatros, conciertos y óperas, que ya habían sido duramente golpeados por el cierre forzoso. He visto a políticos, burócratas y funcionarios, más allá de toda sospecha, admitir que el neoliberalismo y la austeridad no son la única respuesta posible. A veces no son la respuesta “en absoluto”. He visto las aguas de la laguna volverse tan cristalinas como nunca habían estado desde la época de Thomas Mann y su “Muerte en Venecia”. He visto a los gigantes de la web modificar sus algoritmos para presentar información de calidad y frenar las noticias falsas (¡pues sí que era posible!). He visto las polémicas estériles, las charlas inútiles, los agitadores populares más provocadores y oportunistas callarse y finalmente guardar silencio. He visto despuntar la primavera,–incongruente y absurda – y he sentido la cruel frustración de no poder disfrutarla.
He visto también mucha imaginación, un espíritu de adaptación ingenioso y envidiable. He visto a mis hijos acercarse al ordenador para el videochat diario con sus compañeros, al igual que se acercan al patio cuando suena el timbre del recreo. He visto cómo bajaba la persiana el restaurante Dalla Clemi, que durante cuarenta y cinco años nunca había cerrado salvo los días de descanso. Y a pesar de todo, ella sigue en el fogón y su nieto haciendo las entregas en bicicleta, en la puerta de las casas. He visto a profesores de piano dando clases a distancia por Skype. He visto entrenadores personales entrenando a gente a través de las pantallas. He visto teatros que ofrecen espectáculos en streaming; bibliotecas, filmotecas, editoriales que ponen sus catálogos en línea a disposición de forma gratuita; museos, sus obras maestras. He visto soplar velas de cumpleaños en reuniones virtuales.
He visto a una pequeña empresa como Isinnova desarrollar una técnica para transformar gafas de buceo, imprimiendo en 3D las válvulas para adaptarlas al respirador que el hospital de Chiari (Brescia) necesitaba urgente y desesperadamente. He visto a médicos y enfermeros tratando a pacientes sin una protección adecuada. He visto a los jóvenes llevarles la compra a los ancianos. He visto redes de amigos que cuidaban a distancia a personas que estaban solas, encerradas en casa durante semanas bajo la amenaza de una depresión inminente. He visto a los italianos bailando, cantando y animando en sus balcones mientras que en otras partes del mundo la gente hace cola para comprar armas.
He visto memes y tiras de humor pululando por la web, una clara evidencia de la deslumbrante salud de este arte italiano de la desdramatización. He visto, veo y veré mucho más. Y hay dos cosas más que aún me gustaría ver. Tres, más bien. Y no necesariamente en ese orden. 1) Me gustaría ver a los italianos aplaudir desde sus balcones a las madres, a las esposas, a las mujeres que desde hace un mes dirigen estas casas, el último baluarte contra el virus. 2) Me gustaría ver a los italianos, todavía desde sus balcones, guardar un minuto de silencio por los muertos. 3) Me gustaría ver la vacuna. Me gustaría verla lo antes posible. Y gratis, para todos.
Por supuesto, he visto todo esto mientras estaba encerrada en casa. Simplemente he elegido dónde mirar. Si buscas entre las camillas, las filas de camas en la sala de urgencias, los catastróficos boletines de noticias, el aparato de respiración, los obituarios que se alargan cada día, las hileras de ataúdes y las máscaras que ahora son nuestra rutina diaria, estoy seguro de que también verás todo esto.
He visto las mismas cosas que ustedes, humanos… Al final, cuando todo termine, este maldito virus que anida en nuestros pulmones también habrá visto muchas cosas. Intenta quitarnos el aliento, pero no podrá quitarnos la ilusión. Porque no es el más fuerte o el más inteligente el que sobrevive, sino el que mejor se adapta. Lo escribió Darwin.
Traducción del original por Natalia Horstmann.
©Ottavia Cassagrande. Con autorización.