Notas para un diario 57

Me gustaría contar algunos detalles de la muerte de Ambrose St. John, y de como la vivió John Henry Newman, por si puede iluminar un poco la polémica sobre la naturaleza de su amistad.
Los últimos diez años
La década que va desde 1865 hasta mediados de 1875, cuando muere St. John, es un momento de gran intensidad en la vida de Newman y de cuantos le rodearon. Su figura había recuperado, gracias a la polémica con Kingsley y a la publicación de la Apología, su verdadero relieve. Newman era, como dijo Gladstone, por lo demás su antagonista, no sólo la referencia intelectual y moral más importante de la Inglaterra de entonces, sino un personaje histórico de la talla de los grandes parisinos del siglo XIII, la época luminosa de Alberto Magno y Tomás de Aquino. La apertura del Concilio Vaticano I, las largas cartas públicas a Pusey y al Duque de Norfolk, y, sobre todo, la Gramática del Asentimiento Religioso, seguramente el libro más decisivo de la historia de la fe cristiana de los últimos cinco siglos, habían consumido buena parte de su tiempo y salud.
Colaboradores y amigos
Newman pudo llevar a cabo esa tarea titánica gracias a la ayuda de St. John. Fino teólogo, hebraista, conocedor de media docena de lenguas clásicas y orientales, se dedicó por completo a acompañar y cuidar de Newman y de todas las iniciativas que entre ambos habían puesto en marcha. Seis horas de confesionario al día, cientos de visitas a enfermos a la semana, la dirección del colegio del Oratorio. Newman contaba con él, muy de cerca, como su primer lector y sometía, cada página, a su mejor criterio. Cuando murió, el viejo teólogo lo tuvo claro: “Lo he matado a trabajar; ha muerto de agotamiento”.
El momento de la muerte
Tenemos abundantes datos acerca de los últimos días, de la muerte y del efecto que causó en Newman. El cansancio de St. John, agravado por una insolación, llegó a tal intensidad –contaba sesenta años– que los últimos días perdió el juicio. Se abrazaba a Newman con tanta fuerza que hacían falta varios hombres para separarle de su cuello. Justo antes de irse de la habitación del dolor, agarró también su mano. Era su despedida. El primer biógrafo del Cardenal añade que, cuando murió, Newman pasó la noche acostado a su lado en el lecho mortuorio. Sí se sabe con certeza que durante un tiempo largo lloraba amargamente con sólo acordarse de él. En el funeral la gente se asustó al oírle prorrumpir, como Antígona ante el lecho de su hermano, en unos gemidos más propios de un animal que de un hombre. No se avergonzaba de mostrar abiertamente su dolor, que era inmenso.
Amor y dolor
Afirmó con claridad que la muerte de St. John era para él la gran preparación para su muerte, el aprendizaje definitivo y necesario del desprendimiento. Le sobrevivió quince años más.
Fue, según sus propias palabras, su Ángel de la Guarda: “Ha dedicado treinta años de su vida a cuidarme… Su muerte es para mí una herida abierta que en un viejo como yo nunca se cerrará…Estoy tan caído que no puedo escribir sin inundarme de lágrimas. No por falta de resignación, creo, sino porque le quería mucho y le he perdido”.
Les enterraron juntos. No me extraña, viendo como se amaron en vida.
(Foto de Ambrose St. John)

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