Negatividad

El 1 de noviembre del año pasado su hermano falleció en unas circunstancias trágicas. Murió a doce mil kilómetros de ella. Nada la podía consolar. Acababa de ser madre de una niña. Los padres, ancianos, vivían con él mientras sucedió todo. A la pena por la pérdida, mi amiga sumaba la congoja de no poder atenderles a ellos como se merecen, como lo hubiera hecho de vivir allí. Siguiendo una inveterada costumbre de su gente, ella se empeñó en dos cosas: la primera en ponerse de luto, la segunda en ahorrar dinero para la fiesta con la que, un año exacto más tarde, se liberará del luto en compañía de los que ama (y con él, se supone, de su terrible penar). El día de la Fiesta Nacional de su país, que se celebra en pocos días, ella no podrá aún bailar con sus compatriotas. “Y me cuesta – me dice–, pero no quiero que me vean. Es por respeto a mi hermano, a su memoria. A los muertos. En cambio, en casa, con mi pequeña, no creas que a veces no pongo música y doy unos pasitos”.

Ahora que estoy leyendo como un poseso a Byung Chul-Han (ayer La agonía del Éros) buscaba un ejemplo para explicarme a que se refiere ese filósofo que me tiene fascinado con su idea de negatividad. Su tesis es que sin negatividad no puede haber nada humano (ni descanso, ni sosiego, ni amor tampoco). Creo que he encontrado un ejemplo adecuado de negatividad. Un bello ejemplo de la sabiduría que hace falta para gobernar la vida, saliendo del ego y dando entrada al otro, a los demás, y con ello a un amor que sea algo más que autocomplacencia narcisista.

 

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