El día era apacible, la luz, agradable.
Un alemán en la terraza de la cafetería
tenía un pequeño libro en sus rodillas.
Conseguí ver el título:
Mística para principiantes.
Al instante entendí que las golondrinas,
patrullando las calles de Montepulciano,
con unos silbidos muy penetrantes,
y las apagadas charlas de los tímidos
viajeros de Europa del Este, llamada Central,
y las garcetas que estaban (¿ayer? ¿anteayer?)
como monjas en los campos de arroz,
y el ocaso, lento y sistemático,
borrando los contornos de las casas medievales,
y los olivos en las pequeñas colinas,
a merced de los vientos y los incendios,
y la cabeza de la Princesa desconocida
que vi y admiré en el Louvre,
y los vitrales de las iglesias como alas
de mariposa embadurnadas de polen,
el pequeño ruiseñor que ensayaba su recital
justo al lado de la autopista,
y los viajes, todos los viajes,
eran sólo mística para principiantes,
un curso inicial, una introducción
para el examen que quedó aplazado
para más adelante.