En “El invernadero” (Cuentos completos de William Goyen, Seix Barral, 2012), el autor ofrece de forma alegórica y final un retrato de su condición de escritor como testigo y como visionario. Un poeta invitado a dar clase, un “poet in residence” de un campus norteamericano cualquiera, ronda incansablemente por el invernadero de la universidad, deseoso de ser autorizado a introducirse por el jardinero a un mundo en el que la calidez sensual de las flores protegidas se mezcla con las turbias raíces de las plantas holladas por un sinfín de insectos mortíferos. El jardinero es un beodo que, como los guardianes de Kafka, impide sin piedad la entrada al poeta: ¿será quizás porque esconde un inequívoco instinto de muerte? En efecto, sobre la mesa del recinto yace el cadáver desnudo de una chica y al cabo el propio jardinero, en un acto enigmático y necrófilo, aparece muerto junto a su víctima y a la pala con la que aquella había protegido su virtud. Los tiempos de cuanto ocurre quedan alterados: la mujer primero aparece muerta y luego es asesinada. En la mente febril del poeta los hechos forman parte, antes que nada, de una extraña simbología a la vez propia y universal. Cuando la autoridad le arresta y le exige un testimonio de lo que vio, él rehusa deponer sin más unos hechos que en su mente han quedado borrosos, sublimados significativamente por su renaciente don artístico. Su rechazo a testimoniar es una opción moral indeclinable que le saca de la teoría muerta de sus clases.
Resumen perfecto de la peripecia vital de Goyen, y de todo verdadero narrador, de su extrañamiento ante el mundo, comenzando por el propio mundo literario, el cuento es al mismo tiempo una cifra perfecta de una obra que sigue el viejo precepto emersoniano de la indirection, es decir, la propensión a mirar todo con el ángulo menos acostumbrado del ojo. Cada cuento de Goyen contiene no una sino múltiples revelaciones. No creo que haya un autor de su generación en el que aparezca, de un modo más patente, la búsqueda incansable del instante en el que el espíritu sobrevuela la materia, produciendo un rumor mítico que desgarra el alma.
París y Goyen…
en efecto, y no en vano