Los actores que aparecen sobre un escenario asumen papeles diferentes en la obra que representan: unos son poderosos y otros humildes, unos son alegres y otros melancólicos. Sería entonces absurdo que un actor presumiera de la diadema ficticia que le adorna en el tablado, o de la espada sin filo que lleva, en vez de atender a su papel. Sería ridículo que pasara el tiempo contemplándose a sí mismo en su lujoso vestido o que usara en su provecho las partes valiosas de su atuendo. ¿Acaso su cometido es otro que desempeñar adecuadamente el personaje encomendado? El sentido común no nos indica otra cosa.