Si tuviera que seleccionar una sola lectura de este año (en el que la Providencia me ha bendecido con auténticas maravillas inesperadas), no dudaría en elegir el ensayo que Zbigniew Herbert dedica al pintor holandés Torrentius, y en particular al único cuadro que hoy en día puede verse de este ser cuasi legendario y que se titula, como el propio ensayo de Herbert, Naturaleza muerta con brida. No lo dudaría ni un instante. Comienza así: “Empezó de la siguiente manera: hace años, cuando visité por primera vez el Museo Real de Ámsterdam, al pasar por la sala donde se encontraba la excelente Pareja de esposos de Hals y el bello El concierto de Duyster, di con un cuadro de un pintor que me era desconocido. Comprendí en el acto –aunque sería difícil de explicar racionalmente–que algo trascendental, relevante, había sucedido, algo significativamente más importante que un hallazgo fortuito entre una multitud de obras maestras”. Naturalmente, el largo ensayo que le dedica Herbert al cuadro pretende descifrar la lógica de ese encuentro crucial para el hombre que escribe poesía. Herbert se ve obligado por el cuadro a pasar revista a aquello que constituye el eje de su pensamiento y de su modo de ver el mundo: desde su capacidad de investigar un asunto (con un ejercicio heroico de las virtudes de la paciencia y de la humildad: yo calculo que tardó varias décadas en terminarlo) y de observar un objeto, hasta sus convicciones morales más íntimas: todo acto de libertad (política, creativa, espiritual) depende de una epistemología, de un modo de hilar, en un relato increíble y apasionante, una sabiduría (que dicho sea de paso espero que no acabe con él, y que por el contrario sea retomada por muchos de nosotros en esta nueva era informática y multicultural). Es la mejor tradición europea de la tolerancia y de la mirada admirada hacia las cosas bellas y de valor. No os perdáis el relato de un episodio en el que Herbert discute con Witold Gombrowicz acerca de las ruinas de un antiguo monasterio a las afueras de París.
El ensayo lo encontráis en el libro homónimo que ha publicado Acantilado. No me resisto a elogiar la traducción del polaco que hace mi amigo Xavier Farré. Y la nota de elegancia y de preciso buen hacer que supone por su parte la inclusión, en este contexto, de la palabra “estatúder”, con ese regusto holandés e imperial a la vez.