Giorgio Manganelli (Milán 1922-1990) ha sido no el mejor (la literatura no es un concurso de belleza, antes lo sería de fealdad) pero sí uno de los más personales y fascinantes autores europeos de los últimos cincuenta años. Desde textos como éste Centuria (Anagrama, 2011), con la que obtuvo el Premio Viareggio, A los dioses ulteriores, Del infierno (en el que perora sobre la muerte y los novísimos) y su contrapartida Amore, hasta el último encontrado poco después de su muerte e intitulado con lo que podría la gran metáfora de su obra La ciénaga definitiva, la obra de Manganelli se ha caracterizado por las notas siguientes: una concepción radical de lo literario como algo único y distinto de cualquier otro género de discurso (cuánto simple le ha tildado de “gnóstico” sin saber que la literatura está en otro plano con el que esa denominación tiene poco o nada que ver), la convicción de que el elemento central de una propuesta poética es el texto y nada más que el texto, que éste debe convertirse en algo único y a la vez cambiante, dependiente de todos los anteriores y posteriores del autor y de las diferentes tradiciones de las que se nutre, la valentía para dejar correr la pluma desde el punto mismo en el que se posa sobre el papel blanco, sin miedo, arriesgando a cada momento todo el proyecto, la sabiduría de reconocer que lo esencial está siempre en los nexos (una lección que aprende en las Metamorfosis de Ovidio), en el modo sutil y misterioso en el que las cosas de las que se habla y el modo en el que se habla (su trabajo con el lenguaje fue hercúleo) se van conectando sin más ante la mirada asombrada del autor, en este caso él mismo. Esto último es particularmente visible en esta novela de novelas, novela experimental que tiene como subtítulo justamente Cien breves novelas-río, en las que el mundo entero, sus símbolos, sus facetas aparentes, sus caras más visibles pero también cada uno de sus recónditos recovecos aparecen hilados por un yo literariamente omnipresente.
Ah, Manganelli! Un escritor singular, sin duda. Coincido contigo, Manganelli es uno de esos autores que nos demuestran que la literatura es, sobretodo, lenguaje. Que, en literatura, el medio es también el fin. Parece una propuesta radical, pero es algo que debería asumir cada escritor. Pensar que el lenguaje con el que escribimos no es nuestro, que algo nos atraviesa, nos posee, nos dicta, y que la mayor aventura, para un escritor, es la epifanía del texto en el que trabaja…
Saludos.
exacto
tienes fb?
ok
aún te doy más efusivamente las gracias por comentar