George Steiner (1929-2020).

Porque nos enseñó a creer en lo que creemos.

Creíamos en la inspiración. Creíamos en la austeridad. Creíamos en lo orgánico. En lo que nace desde dentro, como una luz. Creíamos en la amistad. Creíamos en el sentido de la proporción. En lo pequeño. Éramos partidarios del rey David. Hoy más que nunca. Creíamos en el reino de la calidad. Y en el espíritu que, por ser jerárquico, abomina del poder sin autoridad. Creíamos en la memoria y en la imaginación, con la libertad una estrella de tres puntas en el cielo azul de lo infinito. Creíamos en las personas que no son máscaras. En el teatro. Y en la mano leve de la nieve. En lo que fuese que los griegos vieron en Egipto. En el mundo, en el demonio y en la carne; tal vez por eso estábamos más prevenidos, lo que por lo demás apenas nos garantizaba nada. Al fin y al cabo la literatura o es una tauromaquia o no es nada. Creíamos en la incertidumbre de la que nos habló, largo y tendido, el profesor que murió quijotescamente dando clase. Creíamos en el valor añadido. De la universidad. Y hasta en el poder estimulador de la censura. Sin ser iconodulios, creíamos en la pintura (lamento que a más de uno haya que traducirle este texto al lenguaje de los nuevos medios). Y en la tradición. En la vanguardia, bien sure. En el ensayo. En la ciencia de lo aproximativo. En la ficción: en el gran teatro que es el mundo que nos circunda, cada vez de una manera más angustiosamente irrelevante. Creíamos en el poder de las ideas. En ocultarse. En desaparecer. No lo predicábamos –acaso tampoco lo vivimos– sino que lo creíamos. Y no admitíamos ninguna clase de derrotas póstumas. Creíamos que la vida tenía dos flancos: uno amargo, otro dulce, que como una matriz estrechan sus paredes sobre las pobres vidas de los hombres, estrujándolos para que den hasta la última gota de jugo. Creíamos en lo innonmbrable, en castellano quizás lo indecible. Pero íbamos detrás, y nunca lo poníamos por delante. Creíamos en Ur. Creíamos que nada ocurre si no se produce una salida. Un cambio de piel. Una metamorfosis. Y, que no te quepa duda, lector, seguimos creyéndolo…

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