Aparece por fin editado en España el libro de 1977 de Hannah Krall titulado Ganarle a Dios. Hannah Krall pertenece a una generación de escritores polacos que hizo de todo (desde guiones de cine, en su caso para Kieslowski, novelas y el mejor periodismo literario del siglo XX) y que vivió aplastada entre el recuerdo vivo de la Shoah y el horror presente del totalitarismo comunista (la Krall fue corresponsal en la Unión Soviética del semanario Polityka). En este libro suyo, uno de los mejores reportajes que se hayan escrito nunca, retrata a uno de los comandantes de la sublevación judía del gueto de Varsovia. Alterna la narración del horror del gueto, el exterminio constante de seres humanos, el envío en los trenes de la muerte de más de 400.000 judíos desde la capital polaca a los campos, y la preparación de la sublevación, con el presente en el que el entonces comandante ejerce como cirujano en un hospital polaco, intentando retrasar la muerte de sus pacientes, otra forma de ganarle (un poco de tiempo) a Dios. De una manera indirecta sigue siendo uno de los testimonios más fieles sobre lo ocurrido en Polonia a partir del año 1942. La lectura de Ganarle a Dios me ha ayudado a comprender la cuestión, siempre latente, de porqué los judíos europeos no fueron capaces de organizar una resistencia efectiva al nazismo.
El libro de Krall tiene de una maestría narrativa poco común. El contrapunto de pasado y presente consigue al mismo tiempo una perspectiva ágil y toda la hondura reflexiva que permite la distancia. Con cada página aumenta en nosotros la presencia de lo siniestro. Me ha recordado, por su fuerza, al libro de Tadeusz Borowski, Nuestro hogar en Auschwitz (Alba Editorial), acaso el testimonio más ajustado y denso que se haya escrito jamás sobre la vida en los campos y que me he apresurado a releer seguidamente.
La descripción de los hechos que consigue Krall me ha permitido comprender una frase de Borowski que no había sido capaz de entender: “Somos insensibles como árboles, como piedras. Y permanecemos callados, como los árboles mientras los talan, como las piedras cuando se rompen”. Este misterioso abajamiento al que puede llegar el hombre, y al que el sistema nazi conducía de la manera más impía, prefigurado en la metamorfosis kafkiana, lo he encontrado también en la tercera lectura que he hecho estos días: la nueva traducción de La sala número seis de Anton P. Chéjov que mi amigo Víctor Gallego ha realizado con la misma maestría de siempre para la edición del volumen recién publicado Cinco novelas cortas, también en Alba. Leedlo sólo si sois capaces de soportar mucha realidad. El parentesco entre todos estos escritores, testigos de la peor parte de la condición humana, la cainita, la que es capaz de ignorar al otro, de utilizarlo en el provecho propio y convertirlo en nada y en menos que nada, en una absurda y despreciable cantidad, una dimensión mucho más cercana a cada uno de lo que pensamos, es absoluto. Nadie como ellos ha descrito la maldad. Una maldad que cobra, en su testimonio, una entidad casi absoluta.
(La primera foto es de un barracón de Bierkenau es de Nicolas Dobigeon y se titula En sortir vivant. La segunda, de unos niños pidiendo limosna en el gueto de Varsovia: el niño se parece un montón a K.)