No suelo incluir aquí reclamos de este tipo; no es el lugar, aunque podría serlo. Pero hoy escribo muy a gusto sobre la iniciativa de unos amigos a los que quiero y admiro, por ese orden. Se trata de la Fundación Pablo Horstmann y de la exposición de arte que con fines benéficos organizan hoy martes 8 y mañana miércoles 9 en horario continuo desde las 12 de la mañana y en la sede del Colegio de Ingenieros de Caminos, en la calle Almagro nº 42 de Madrid. Se exponen y venden cuadros, fotos y esculturas que un conjunto de artistas han donado para contribuir a sufragar los gastos de un hospital pediátrico que la Fundación gestiona en Lamu, Kenia. Hay autenticas maravillas. Pero la cosa, como siempre, tiene su historia detrás. Los creadores de esta fundación se llaman Ana S y su marido Peter. Ana es una médico madrileña de raíces vascas y él un ingeniero alemán de Madrid. Como suena. Son una pareja curiosa que tienen cinco hijos, uno de los cuales, Pablo, Pablete murió ahogado en el mar hace pocos años. Nadie sabe lo que sintieron esos padres y hermanos, ni sus abuelos y tíos (son una familia, en el sentido más noble de esta palabra). Al ver el amor que se profesan unos por otros, quienes les rodeaban temían por las consecuencias que el golpe podía tener para ellos. Pero Ana y Peter no defraudaron a nadie cuando poco después de la muerte de Pablo convocaron a sus familiares y amigos (son de los que no hacen muchos distingos entre unos y otros) para contarles algo. Algunos pensaban que era para darles las gracias. Todo el mundo se había volcado con ellos en momentos tan dolorosos. Pero no era exactamente así: aprovecharon todo su dolor, su agradecimiento, la unión con su círculo más cercano para convocarles a todos a una gran empresa. Iban a crear una fundación para tratar médicamente a niños de varios lugares de África. Ana venía haciéndolo en sus vacaciones desde hacía largo tiempo. Es una de las mejores oftalmólogas de España. Pero ahora quería hacerlo de manera sistemática y organizada. Convocaba a todos a ayudarles y ofrecía como un símbolo de entrega y amor el nombre de su hijo para presidir el empeño. Desde entonces han pasado muchas cosas. Niños que no veían y ahora ven, madres atendidas in extremis, toneladas de asistencia médica y de cariño repartidas a manos llenas. Han buscado dinero, han movido los corazones fríos de los que les rodeamos, han arrostrado peligros sin cuento en una zona del mundo cada vez más insegura. Y lo han puesto todo bajo el patronazgo de su hijo Pablo. Con el tiempo los hijos se convierten en padres.
En cierta ocasión en la que cené con Claudio Magris y su mujer me ocurrió lo siguiente. Ambos, viudos, se habían casado de nuevo pasados los setenta. La mujer había estado casada con un médico italiano que había vivido ejerciendo cuarenta años en el ultimo rincón de África. Hablando, mientras miraba a Magris con un profundo amor, me dijo: “Álvaro, tú pensaras que Claudio es un gran humanista. Y lo es. Sus escritos, su curiosidad universal, su sensibilidad, sus premios. La prueba es este congreso con especialistas en su obra venidos de medio mundo. Sí, pero yo te digo que el verdadero humanista que he conocido en mi vida era mi primer marido, un desconocido que amaba a cada hombre por desconocido que fuese”. A la vuelta al hotel, Claudio y yo nos quedamos tomando una última copa en el hall del hotel. Le conté la historia y recuerdo que me miró con los ojos humedecidos por la emoción. “No lo dudes Álvaro, no lo dudes”.