Querido Enis:
No nos conocemos de nada, ¿o sí?, pero me permito dirigirme a ti en tu mismo tono de cordialidad, y lo que es más importante aún, de confidencialidad. Estas quieren ser palabras privadas que te dirijo en público. ¿Te acuerdas, bibliófilo, de quién escribió este verso? Seguro que sí. A mí por ejemplo, una de las cosas que me ha alegrado al leer tu libro (Las Bibliotecas de Dédalo, Prólogo de Alberto Manguel, Errata Naturae, 94 páginas, 2009, 9,90 €), es el que no haya una sola cita, un solo intertexto, una referencia que no produjera en mí alguna forma de eco (y de paso de Narciso). Esto puede querer decir al menos dos cosas: o bien que me voy haciendo viejo, y por lo tanto que mi memoria (costrosa por falta de interés para casi todo lo demás), está en un momento de esplendor libresco, o bien que tú eres una persona muy buena y has mencionado situaciones históricas, libros, autores con un afán casi casi divulgativo. Por otra parte, me permito dirigirme a ti en la forma de una carta personal, porque nos une al menos una amistad común, la de Irene, tu editora española; no sé si la conoces aún en carne y hueso, pero estoy seguro de que cuando la conozcas la considerarás tu amiga. A mí me bastó un rato para que así fuera. Has tenido mucha suerte. Irene (acaso por su juventud) sigue abierta a la amistad desinteresada. Tú que eres también editor, debes de saber mucho de la relación necesaria entre editor y escritor, ¡cuánto me gustaría preguntarte sobre el asunto!, pero por ahora voy a dejarlo aparte.
Te lo digo pronto, y de antemano: lo que más me ha gustado de tu libro, lo que desde el primero momento me ha mostrado que no se trataba de otra obra más sobre libros, bibliotecas y otras neuras de bibliómano (¿acaso Dante o Chretien escribieron sobre su biblioteca? ¿lo hicieron tal vez Homero o Safo?), de esas que no interesan ni al propio escritor siquiera, han sido las preguntas retóricas que formulas a lo largo de sus cien páginas. Me he quedado maravillado, cada una se perfila como una saeta gitana, todas se te quedan clavadas en el corazón, y hasta puede que no te dejen dormir tranquilo. Por ejemplo, cuando dices: “Paso de sala en sala mirando la Biblioteca y los libros de los estantes, y entonces, lanzas la pregunta: ¿durante cuánto tiempo más?”. Tu libro tiene como horizonte la muerte, y la desaparición final (llegas a decir que escribir un libro puede dar derecho, tanto o más que a la anhelada y tópica inmortalidad, a la absoluta desaparición, al aniquilamiento, a la inmersión definitiva en la Nada incolora). Me parece precioso ese pensamiento que a mí me ronda cada vez que recorro el pasillo de mi casa para dirigirme a la cama. Una vez tumbado transito de nuevo por el pasillo de los libros y repaso mentalmente los estantes. Te confesaré una cosa, confidencia por confidencia: una vez un médico chino al que acudía para recibir masajes en los pies (conste que me los daba su enfermera), me dijo que para liberar el estrés pensara en algo que me relajara. Así lo hacía, sin resultado aparente, quizás porque en realidad pensaba en mi biblioteca (las otras en las que se me ocurría pensar o engordaban o eran pecaminosas). No me atreví a reconocérselo a mi amigo Wan, sobre todo porque antes le había dicho que mi cansancio, cómo no, venía de un exceso de lectura y escritura. La cosa es que, antes de caer en la sima del sueño, como ocurrirá en ese día final, pienso en los días que me queden para leer. No sé si el hecho de haber reconvertido la medida del tiempo que resta en un cómputo de días de lectura (y escritura) me convierte o no en sosias tuyo, pero en el fondo creo que eso no tiene importancia alguna.
El horizonte de la lectura es la muerte. En eso estamos de acuerdo. Lo han dicho todos, de Platón a Kafka. La letra mata, el espíritu vivifica. Cada línea es un desvío, o mejor, un atajo, en el camino de la vida. Al surgir calinosa de la pluma, la tinta deseca el papel, abrasándolo, recortando sin misericordia el espacio en blanco en el que debiéramos movernos. Tú lo dices también en algún punto, te refieres con un deje melancólico a lo que tu biblioteca esconde u oculta, a todo lo que ha sustituido, en un momento o en otro de tu vida (¡ah!, por cierto, echo de menos en tu escrito el erotismo; lo siento, no todo iban a ser halagos: hablas de pasada de los visitantes de la Biblioteca en general, y de la tuya en particular, y deduzco que se tratara de gente a la que amas, pero no me queda suficientemente claro: Manguel dice en el prólogo que eres una persona discreta y elegante, ¿pero tanto?).
Otra pregunta de las tuyas: ¿cómo se enfrentará, un lector ideal, un asiduo de los mejores estantes, de las categorías mayores, a sus propios garabatos? Realmente no lo sé. Otra, que parece menor, pero esta muy lejos de ser banal: ¿cuál es el medio natural de una colección de libros? ¿Se puede hablar de que pierda su aura si se aleja de allí? O aquellas, aparentemente melodramáticas (sólo quien desconozca de verdad de que estás hablando puede pensar de esa forma) del comienzo: ¿Por qué soy prisionero de los libros? ¿A qué se sensación de inseguridad le estoy declarando la guerra con esos muros de volúmenes que cubren mis paredes?
Al miedo a la muerte, quizás, por cerrar el círculo: al final el deseo de desaparición quizás no baste. La inmortalidad del alma, esa intuición de absoluto amor que tantos hemos tenido, nos impide, sin más, zambullirnos en la cárcel bibliotecaria, o en la orgía perpetua flaubertiana. ¿Atudirse de literatura? Ojalá fuera tan fácil, y con eso bastara. La Biblioteca, en eso creo que aciertas hasta el dolor, describe un límite, un límite entre el amor y la muerte.
Pero, antes de hablar de todo eso, más a fondo, quería preguntarte algo, públicamente. Tiene bastante que ver con el límite, con la noción de límite que expresa la letra escrita. He visto que el libro, esta pequeña joya que Irene nos brinda a los lectores españoles, está escrito entre el año 2001 y el 2005. Si le sumamos el epílogo, bellísimo también, hay que ascender hasta el 2007 incluso. No entiendo una cosa: si te has tomado ese tiempo (la densidad, y la levedad del libro lo justificarían plenamente por lo demás), ¿cómo es que parece escrito de un tirón Además de las preguntas, incisivas, otro de los tesoros del libro se esconde en el ritmo. La medida exacta de los capítulos, el espacio que se crea entre ellos, el volúmen (nunca mejor empleada esta palabra) del conjunto. Parece una obra de otro tiempo, como esas ermitas de proporciones exactas, perfectas, que pueblan tu península turca. Ambos sabemos que eso es justo lo más difícil. Y tú y yo, que podemos distinguirlo con ojos de marino avezado a mil leguas, que disfrutamos con ese tipo de cosas por adelantado, lo comprobamos con alegría cuando miramos un objeto bello (como tu libro) muy muy de cerca.
Mañana sigo. Deo volens.
Qué pintazo tiene el libro… y tú entonces serás también alma gemela de Manguel, que dijo de Batur: «mi gemelo y mi doble, pues todo lo percibe, ve y evoca como yo. Sé de antemano lo que pensara y dirá. Extraño, ¿no?». Eso he visto en tu link editorial…
no lo sé, ya puestos, creo que lo soy más de alguien como Brodsky (salvando las infinitas distancias)
LA MIRADA y la MANERA DE MIRAR…
¡Qué tema tan interesante! Y que me parece que subyace en cada una de tus entradas…
🙂
Puede ser. Gracias María
¡Vaya carta¡ y sobre Irene, que dices: acaso por su juventud sigue interesada en las amistad desinteresada.
La recuerdo, me encandiló con su forma de hablar sobre Nefertiti, y con ese mirar, mirar de verdad. No creo que sea una cuestión de juventud, sino de especie, es su especie.
Ahora, me pregunto: ¿Cuál será el romanticismo de los amantes de los libros cuando esas bibliotecas ya no existan más que como museos? ¿Habrá un sustituto visual y material en el que sentirse acogido?
tal y como yo lo veo, eso es lo bonito, que no sabemos que pasará