En uno de sus escritos teóricos, V. S. Pritchett (1900-1997), decía que “la novela tiende a contarnos todo, mientras que el cuento nos habla de una sola cosa, pero lo hace intensamente”. Puede ser que la intensidad sea la marca del cuento, pero en eso el género breve se convertiría en la cifra de la literatura misma, de la literatura tout court. El propio Pritchett, el longevo hombre de letras, el biógrafo destacado de autores del XIX (Balzac, Turgéniev, Chéjov), el amante de una España que recorrió y describió en páginas llenas de sutileza y profundidad, también de países como Rusia y de Irlanda cuya tradición espiritual le fascinaba, fue antes que nada un escritor de cuentos. La perspicacia, la sutil agudeza con la que miraba al mundo y a sus semejantes le hacían plenamente apto para ese ámbito de expresión concentrada. De entre los más de setenta que publicó, destacan los del libro Blind Love (1969), Amor ciego, que la editorial bonaerense La Bestia Equilátera (2011) presenta ahora en una traducción espléndida de Martín Schifino.Para añadir densidad a lo apuntado entorno a la diferencia entre novela y cuento, hay que recordar que los relatos de Pritchett, sin ir más lejos los de este volumen, son casi siempre bastante largos, de cerca de medio centenar de páginas. Y, siendo verdad que se focalizan más bien en una sola cosa, en particular en el encuentro entre seres humanos llevado al límite por el amor, la desconfianza, la incomprensión, la credulidad o incredulidad religiosas, es mucho más lo que dicen acerca de otros muchos ámbitos, hasta el punto de que en los meandros de la historia, en la precisión matizada de cada frase, en las observaciones aparentemente triviales de los protagonistas, refulgen mil y un aspectos diferentes, un todo humano, y hasta la realidad entera. Cuando uno lee a Pritchett cobra mayor conciencia de que la vida es un gran misterio pero, mientras dura la lectura, parece como si lo esencial de ese secreto le estuviese siendo revelado.En el primero de los cuentos del libro, Amor ciego, el que le da el título, un abogado millonario y su asistente pasan del trato profesional frecuente y solícito al más puro amor. Las dificultades son mayores, aunque alguna de ellas (la ceguera) haya provocado no sólo el encuentro inicial sino la posibilidad de mantener las limitaciones que toda verdadera relación amorosa protege y esconde. No voy a destriparlo, pero sí a mostrar un rasgo de la sensibilidad de Pritchett. El modo en el que describe el brote de amor que nace en el minuto uno del primer encuentro. La asistente se presenta ante el ciego recomendada por un médico de Londres. Cruzan los saludos y presentaciones de rigor. Y dice: “Él le ofreció la mano, pero ella no la tomó de inmediato. No tenía la costumbre de estrechar la mano de la gente; al final, cuando lo hizo, giró la cabeza, como era su costumbre. Él le sostuvo la mano por bastante tiempo y ella percibió que le palpaba los huesos. Había oído que los ciegos lo hacían e inspiró hondo como para evitar que sus huesos o su piel transmitieran cualquier información sobre ella. Al sentir que la mano seca de ella cobraba vida, él retiró la suya. A ella se sorprendió descubrir que, al contacto con Armitage, se le habían pasado los nervios”. ¿Alguien dijo “alta literatura”?