En la carta de San Pablo a los judíos de Roma, escribe lo siguiente: “Hermanos, os digo la verdad en Cristo, no miento, y mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo: siento una pena muy grande y un continuo dolor en mi corazón. Pues le pediría a Dios que me convirtiese a mí mismo en un ser maldito en favor de mis hermanos, los que son de mi mismo linaje según la carne. Ésos son los israelitas: a ellos pertenece la adopción de hijos y la gloria y la alianza y la legislación y el culto y las promesas; de ellos son los patriarcas y de ellos según la carne desciende Cristo, el cual es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos” (9, 1-5). Cuando, ayer a las nueve de la mañana, en la iglesia de Sainte Marie d´Anglet, oí al sacerdote pronunciar la primera lectura del decimonoveno domingo del tiempo ordinario, me quedé estupefacto. Os animo a que leáis despacio esas frases del comienzo del capítulo noveno y creo que os puede pasar algo parecido. El dolor de Pablo por sus hermanos judíos y el ansia de unidad son absolutos. En el relato del camino de Damasco, se cuenta que tras la caída del caballo y la visión, Pablo “se levantó del suelo y que, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Los que le acompañaban le condujeron a Damasco, donde estuvo tres días sin vista y sin comer ni beber” (Hech 9, 8-9). Habría media docena de cosas que comentar: el ayuno, la paradoja de la visión que ciega, la visión posterior de Ananías, su rechazo inicial a cumplir lo que le piden y como al final le impuso las manos y cayeron algo parecido a unas escamas de los ojos de Pablo. Pero me voy a concentrar en otra cosa distinta: en como traduce el maestro Eckhardt la proposición citada: en concreto dice que “Pablo…veía nada”. Sin la partícula negativa delante. No es que no viese nada, como se suele traducir, sino que vio directamente la nada, la Nada, le neánt. Cosa muy diferente de la anterior y difícil de entender: quiere decir algo así como que lo que vio no tenía que ver con nada de lo reconocible, con nada de lo que vemos normalmente o nada que se pueda traducir a las palabras habituales. Pienso que el nacimiento a Cristo (Pablo dice de sí mismo que es como un aborto) pasa por la nada: es otra forma de surgimiento ex nihilo (como la creación entera, según el comienzo del primer libro).
Ya escribí el 26 de abril (El Papa, cristiano y judío) que creo que esta es una gran preocupación del Papa. Y lo mantengo. No hay más que leer, en el libro sobre Jesús, la conversación con el rabino: la humildad y el respeto con el que se dirige a él (algo mucho más insólito de lo que nos podemos imaginar en un autor cristiano). Los acontecimientos del siglo pasado han forzado esta necesidad imperiosa de unidad entre los hijos de Abraham. Me contó un amigo que, estando en Israel, coincidió en Misa con una persona varios días seguidos. Por fin, al cabo de una semana, se encontraron a la salida y se saludaron. Cuando se interesó por él, por su procedencia, observó que al tal señor no le gustaba que le denominasen cristiano. “No, dijo, yo soy un judío bautizado en la fe de Jesucristo”. ¡Ah! Una buena definición, sin duda, con la que me identifico del todo.
La Iglesia de Cristo no puede dejar de meditar en la necesidad de esa unidad. Este segundo domingo de agosto lo ha hecho a conciencia. El Evangelio, de San Mateo, incide indirectamente en lo mismo. Es el pasaje del Cristo sobre las aguas. Leedlo, por favor: en el capítulo 14. El sentido espiritual y alegórico del agua, inestable y profunda, tiene que ver con el judaísmo y la doctrina judaica. Sólo Él consigue el equilibrio y la levedad necesarias para hacerlas transitables. En efecto, el Señor marcha sobre las aguas profundas del judaísmo, con pleno dominio unificador de todas sus múltiples corrientes (acordaos sólo en tiempos de Jesús: farisesos, saduceos, esenios, cristianos). Pedro, que es la figura de todos los que después perteneceríamos a la Iglesia, quiere hacer lo mismo: “Hazme venir hacia ti sobre las aguas”. Pero duda, y se hunde inexorablemente. Al menos grita: “Sálvame”. El Señor le tiende su mano y le rescata de las aguas, de nuevo, como al otro gran patriarca. Era el Hijo de Dios.