Dos misterios

Dos misterios

No puedo dejar de mencionar dos lecturas estivales que me han resultado de lo más estimulantes. Las dos se refieren a sendos misterios teológicos. Ambos son complicados, exigen amplios desarrollos, pero no me resisto a resumirlos aquí, y a ofrecer las referencias bibliográficas oportunas por si a algún loco como yo siguen interesándole estas cosas oscuras (guardadme por favor el secreto pero en mi caso es peor porque en realidad son las únicas que de verdad me interesan)
Las dudas de de San José
El primero se refiere a la actitud de San José, una vez que conoce que sin su concurso su esposa ha quedado en estado. Nunca se reflexionará bastante sobre lo que debió de pensar José. El tema es lo suficientemente serio como para que con frecuencia se haya mirado hacia otro lado. Las explicaciones piadosas se han sucedido, a pesar de que las palabras del Evangelio de San Mateo (1,19) son muy duras. “José su esposo, como era justo y no quería denunciarla, pensó repudiarla en secreto”. José, fiel cumplidor de la Ley, no quería exponer públicamente el pecado de su esposa y opta por repudiarla secretamente. ¿Qué tiene de extraño? ¿Qué podía pensar José, hombre cabal y templado de ánimo, antes del sueño revelador? Por mucho que conociera la finura, la observancia, la pureza de María, ¿cómo podía siquiera imaginar lo que estaba realmente pasando? Las explicaciones piadosas insisten en que intuía el misterio, en que sabía por las escrituras antiguas que la aparición del Mesías estaba cercano. No me lo creo. Estaría destrozado, incapaz de explicarse a sí mismo como la mujer a la que adoraba había podido quedarse embarazada de otro. Es más humano, más simple y más bello.
Una cuestión abierta
Las traducciones del original griego han variado mucho pero en general han respondido a este espíritu en el que la palabra repudio implica un juicio moral y un alejamiento interior de la persona repudiada y de sus actos. No obstante, empezando por la la traducción de la Vulgata, las cosas no son tan sencillas como podrían parecer. Dice así: “Ioseph autem vir eius, cum esset iustus (dikaios) et nollet eam traducere (deigmatizô), voluit occulte dimittere (apolusai) eam”, o sea: “José, su esposo, como era justo, y no quería exponerla, revelar o manifestar lo que había en realidad, pensó dejarle ir”. Hay un centenar de matices filológicos del latín y sobre todo del griego, y los relativos a las costumbres judías sobre el matrimonio, que no puedo recoger aquí y os encontraréis desarrollados por ejemplo en el libro de Ignace de la Potterie, María en el misterio de la Alianza, BAC, 1993, pp- 69 y ss., y muy resumidos en Antonio Orozco, Madre de Dios y Madre nuestra, (9ª ed), Rialp, 2008, pp. 196 y ss.)
La cuestión evidentemente permanece abierta. Avanza la filología y la hermenéutica, pero cada vez estamos más lejos en el tiempo del uso y del sentido de las palabras que se pronunciaron entonces y que se escribieron. Justo equivale a bueno o santo, pero también implica la observancia de la ley. Sin la revelación del Ángel en el sueño, José habría andado perdido. La prueba es que Dios mandó esa embajada.
El miedo de Dios
Para mí hay una cuestión más importante e íntima: todo lo que se refiere al secreto. José no quería exponer lo que estaba pasando. ¿por vergüenza propia? ¿por amor a la que era su esposa? ¿por qué no entendía lo que estaba pasando? ¿por todo a la vez? Lo que sí parece indicar la Vulgata es que sus cavilaciones interiores fueron muy intensas. Resuelve en secreto dejar que María siguiera su camino en la vida, sin exponerla públicamente. Es muy distinto dejar que alguien siga su camino (un camino que no entendemos) a repudiar a alguien. Casi son cosas opuestas. Santo Tomás de Aquino, que no era precisamente un irreflexivo, dijo que lo que José no quería era, por su humildad (otro rasgo del justo), seguir unido a semejante misterio incomprensible (In IV Sent. 30,2,2). Por eso quiso separarse. Tenía miedo. Todo era demasiado para él. Por eso el Ángel le insta desde el principio a que no temiese (Mt, 1,20).
Esta explicación no resultará extraña a quien tenga una cierta experiencia de Dios. Cuando Dios aparece en la vida da miedo. Miedo de lo que pide y al mismo tiempo de que se vaya de nuestra vida. Cuando lo hemos dejado pasar nos moriríamos de pena. Nos hemos portado mal. No hemos hecho ningún caso. Nos ha dado los medios. Su mano. Pero la hemos despreciado, por que nos costaba divinizarnos, por que nos exigía renunciar a nosotros mismos.
¿Fue este tipo de lógica lo que alimentó íntimamente las dudas de San José? No lo sé, pero pudo ser así.
P.S: Hay, lector, un segundo misterio, también mariano, del que quería hablar pero tendrá que ser otro día porque Paula lleva toda la mañana del domingo atareada con los niños, la comida, las camas, sin reprocharme absolutamente nada, y como tú comprenderás me empieza a dar un poco de cosa no atender a mis obligaciones (de amor).

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