Claude Esteban

Leo, maravillado, Le partage de mots, de Claude Esteban. Renuncio a traducir ese título. Ninguna lectura podría haber sido más oportuna, más adecuada para mí en estos momentos de refundación. Bajo el espejo roto de la claridad francesa (en la expresión), late la pasión por la verdad, pero la de verdad, la no-oficial, la no convencional, la no estúpida, la que está pegada a los tuétanos del hombre que habla en singular, y que no obstante expresa y manifiesta la raíz de lo humano. Esteban era un intuitivo, un apasionado, un ser para la muerte. Pero sólo tenía, para semejante naufragio, el instrumento de la palabra (de las palabras, en su caso, la palabra española que desconocía y quería conocer; de la palabra francesa que sabía, pero que no le aportaba aquello que había intuido oscuramente desde niño y que buscaba como el ciervo busca los manantiales en los claros de los bosque). Extranjero delante de la puerta, de la puerta del sentido, de la puerta de sí mismo. Creo que pocas veces he leído un texto en el que la voluntad de no engañarse ni conformarse con simulacros sea tan patente. Un texto, por tanto, en el que haya una tan abierta y franca aceptación de sí mismo. Esa convicción de que lo esencial se juega en lo incierto, me lo hace próximo, familiar, y aún más, me lo hace interior o íntimo, en una identificación que va más allá de la mera empatía. Dice, en uno de los muchos círculos sobre los que va presentando majestuosamente sus incertidumbres y sus dudas: “He vivido poco, es cierto, y no sé gran cosa de los movimientos del alma cuando esta afronta, más allá de nuestras categorías, toda clase de vicisitudes históricas o pasionales. Aún así, he experimentado suficientemente la soledad y el abandono personal para desconfiar de las razones que uno se da después y que iluminan con un fulgor demasiado indiscutible, con una luz demasiado cortante, el nacimiento siempre oscuro en nosotros de una decisión de la que, en gran medida, nuestra vida va a depender. Con tales elecciones, que solemos denominar, un tanto apresuradamente, “racionales”, sucede lo mismo que con el amor, al que a menudo se parecen. Buscamos fuera de nosotros los motivos de un afecto concreto, juzgamos las cualidades o los afectos de un ser, como si sólo eso, y con la mayor claridad del mundo, fuese lo que nos hubiere seducido, mientras en realidad nos lanzamos, sin duda, a la búsqueda de nosotros mismos para curarnos una herida que sólo nosotros conocíamos, o para ahondarla aún más.” Dicho sea de paso, no conozco una definición mejor de los motivos por los cuales, en paralelo, un escritor elige el tema de un nuevo libro.

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