Le decía a una amiga que, dentro de veinte, de treinta años, y no continuo con esta absurda proyección en el tiempo, por la cuenta que me trae, nos preguntaría la gente si de verdad habíamos estado en aquel acto de Barcelona, si habíamos oído de primera mano a Magris y a Calasso hablar de Michelstaedter, ¿qué cómo eran? ¿que qué decían? No tengo ni la menor idea de lo que contestaré entonces, si es que se da el caso de que pueda hacerlo, pero sé que la impresión general que me llevé, del acto del pasado jueves, en La Central del carrer Mallorca, fue sin duda que ambos tenían la marca de los grandes, o sea, el signo de la humildad. Todo, lo que dijeron, el modo en que lo dijeron, sus gestos, sobre todo sus gestos, casi imperceptibles a veces, revelan esa señal en la que lo infinito se materializa delante de los ojos más atentos. El acto comenzó, en aquel rincón del piso de arriba, el de las secciones de literatura artística, de filosofía, de urbanismo, a las ocho en punto. Marta y Antonio daban los últimos toques, las últimas indicaciones para conseguir que todo estuviera a punto. Lo necesario, sólo lo necesario. Sin más (ni menos). En el ambiente, entre los que allí trabajan, me pareció percibir una cierta excitación: acostumbrados a ver desfilar all sorts of creatures, great and small, no ignoraban tampoco quien toreaba esa tarde. El editor nuevo de Michelstaedter, los traductores, el público, los ponentes, todos esperábamos a que dieran las ocho. Herralde. Valeria Bergalli. Todos (aunque no demasiados: happy few, cuatro gatos, lo que fuese, pero allí estábamos). Empezaron hablando los traductores. Ay! Ni una palabra de la edición de Belén Hernández (Universidad de Murcia, 1996). Que si por fin los lectores de habla hispana tendríamos acceso al texto en una lengua que se parezca en algo al original, que refleje la belleza literaria y la precisión filosófica, el ritmo de la prosa, etc. Yo no he leído aún la traducción nueva, no la he contrastado con la versión precedente que, por lo visto, no era digna de mención. Pues ojalá que así sea, de veras, pero no creo que hubiese costado mucho mencionar el trabajo anterior, que por cierto no está nada mal. ¿Un mero lapsus? ¿Manías de universitario? Puede ser, pero no me avergüenzo de tenerlas: el conocimiento es una tarea colectiva, y hay que saber situarse en esa cadena de esfuerzos que nos han precedido. Habló Claudio Magris. Describió algunos aspectos de la relación de Michelstaedter con Ibsen, especialmente con el viejo Ibsen. Sin decirlo expresamente, ofreció una nueva vuelta de tuerca a su propia concepción de la relación entre literatura y vida. Si la sola pretensión de querer vivir puede ser, como dijo el Ibsen de Espectros, un acto de megalomanía, la literatura es el grito agónico de quien sabe que la vida está radicalmente limitada por su propia legalidad interna. Vivir es carecer de vida. Vivir es caer. Vivir es sentirse culpable (yo veía sobresalir, más cercano que nunca, a Ingmar Bergman, por detrás de los hombros rectos de Claudio), horizonte siempre preferible a la perspectiva de quienes, ignorando culposamente esa realidad dada, pasan por la vida atropellando a los demás, en pro de una autonomía moral imposible e indeseable. En el centro oculto del asunto, ibseniano, magrisiano (Lei dunque capirà), cómo no, eros y sus límites morales. Muy fuerte, como siempre. Calasso, que no parecía tener gana ninguna de entrar en semejante tema, comenzó diciendo que, después de lo que ya se había dicho, de lo sostanziale, él se limitaría a contar una parte del percorso editoriale de La persuasione e la rettorica. Hizo una breve descripción de la historia del texto, sin omitir a nadie. Preciso, elegante, discreto a la vez. Una joya de discurso. Reservó lo mejor para el final: adelantó la noticia de una carta que aparecerá el año que viene recogida en la reedición de la Correspondencia de Michelstaedter que publicará Adelphi. Una breve nota, de impecable redacción, en la que el joven filósofo, con veinte años, escribe sin temblar a Benedetto Croce, cuando se entera de que Laterza va a acometer la traducción de la obra de Schopenhauer. Naturalmente, Michelstaedter conoce mejor que nadie que carece de título alguno para semejante tarea, pero también sabe de la verdad del dictum evangélico, que en el se cumplió a la letra, de que el espíritu sopla donde quiere, y sólo donde quiere. Croce sonreiría ante la ingenuidad de aquel estudiante imberbe. Y sin embargo, nadie como él estaba en condiciones de haber acometido aquella tarea de verter al italiano la obra del pensador alemán. Sin más. El acto lo finalizó Paolo Magris. Con otro bello discurso, del que hablaré más adelante. Había llegado acompañado pero me fui sólo. Todo en orden. Era lo suyo, después de todo aquello. La vida, al descender, pone cada cosa en su sitio, y no soy de los que me resisto demasiado a ese movimiento horizontal. Al bajar por las escaleras, al piso de la calle, cómo no, encontré a Marta trabajando. Como siempre. Le di calurosamente las gracias.
En la foto el cementerio judío de Goritzia en el que está enterrado Michelstaedter: una placa pequeña, sobre una pequeña tumba, como era lo propio en el caso de los suicidas, recuerda su bello nombre.
Yo creo que el que posee la humildad, posee una cadena menos. Pero encima, cuando un sabio la posee, digamos, que su esfuerzo ha sido útil, y además es escuchado, respetado y amado. Es digamos, como observar el pensamiento elaborado y meditado, el pensamiento como entidad independiente, sin un ego detrás que se regodea, a modo de arma contra los demás.
Ya que das libertad de expresión, diré algo que me sale del alma, ¿Cómo se puede alabar la filosofía de alguien que se pega un tiro con 23 años? ¿Cómo te puede ayudar una filosofía de alguien que no le ayudó a sí mismo?
gracias Iciar por tu comentario
libertad de expresión? yo ni doy ni quito nada, sólo dejo de colgar los comentarios con insultos o con alusiones personales
pero yendo a lo otro que planteas, no sé, es difícil decir algo respecto de lo que planteas, que por lo demás según dices es algo para ti muy importante: lo primero que se me ocurre es que el corazón humano es un misterio, el alma humana es un misterio, y a veces lo olvidamos, porque queremos saberlo todo
además, existe la enfermedad mental, algo que no se puede controlar
no sé, por otra parte, la filosofía no se parece mucho a los manuales de autoayuda,
la verdad filosófica quizás contribuya a sanar el alma, pero muy desde el fondo: nunca de una manera inmediata, y más bien pasando por el dolor
así ha sido con todos los grandes filósofos, o sabios, los de verdad
Sócrates o Cristo por ejemplo no se suicidaron, pero sí que la verdad que predicaban era tan insoportable para casi todos que "provocaron" una respuesta violenta hasta la muerte
hubiera bastado con que hubieran abdicado de esa verdad, o la hubieran escamoteado, para salvar la vida (y hasta para haberse convertido en triunfadores)
no tengo precisamente una visión muy idílica de la verdad, ni del amor, más bien tengo una visión trágica, porque pienso que hay cosas en la vida que valen más que la vida misma, y solo si se considera así la vida, ésta es digna del hombre, de manera que puedo comprender las razones del suicida, sin que eso me lleve a rechazar su pensamiento o su obra (lo que por otra parte sería suicida desde el punto de vista cultural: qué haríamos sin la obra de tantas personas que pusieron fin a su vida, creo que no entenderíamos casi nada)
quizás no he contestado a tu comentario, no estoy muy lúcido pero si te sirve de algo mi opinión, pues allá que va
Es increíblemente difícil encontrar filósofos humildes. Y lo que digo me afecta.
Es fácil reconocer a un superior cuando es evidente que éste lo es. Pero es difícil asumir que tenemos algo que aprender de TODOS.
Muchos de los grandes filósofos han sufrido mucho. Y por muchas causas. La duda, duele. La incomprensión, duele. El saber que somos finitos, duele. El reconocer nuestra incapacidad intelectual para algunas cuestiones, duele.
La vida puede doler más al que es más consciente de ella.
Gracias por ese esfuerzo.
Me habría encantado estar allí. Por suerte, el libro me consuela, a ratos, cuando puedo picotear en él…
Ah, y qué preciosa imagen