“Juntas dos cosas que no se habían juntado antes y el mundo cambia”. Con estas palabras comienza el nuevo libro de Julian Barnes, Niveles de vida (2014, Anagrama), y eso es lo que voy a hacer yo, juntarlo con otro que acaba de salir, El dedo en la boca, de Fleur Jaeggy (2014, Alpha Decay), y a ver qué pasa.
Barnes & Jaeggy son dos de los escritores europeos que me interesan más: atrevidos, siguen libremente un camino propio, no precisamente uno andadero; dos de esos autores que a uno le maravilla que se editen y se lean. No son fáciles, ninguno de los dos. Hacen, sin más, lo que desean, y además lo llevan hasta el extremo.
Jaeggy, suiza de lengua italiana, es particularmente difícil. No hace concesiones. Y menos que en ninguna de sus obras, en esta novela que, escrita en 1968, por fin ve la luz en castellano. En la línea de Beckett y del también suizo Robert Pinget, en esta obra primeriza de la autora de Los hermosos años del castigo se explora, creo yo, la mente enferma. No estoy seguro. No se trata de representar el absurdo sino directamente el delirio. Unos personajes desgranan por la boca un conjunto de palabras cuyas conexiones (argumentales, lógicas) nos son hurtadas. Como ocurre tantas veces en la vida. Personajes enclaustrados (internados, barcos, asilos en este caso), antes que nada cerrados en sí mismos, yuxtaponen un conjunto inquietante de monólogos, en los que cambian sin avisar de persona gramatical, parlotadas que se entrecortan y que apenas nos dejan ver qué ocurre de verdad. En medio de la niebla, de unos signos que no tienen otro sentido que su propia verbalidad. Acaso sea eso lo que indique la expresión el dedo en la boca, que por lo demás puede también significar un gesto humano, más que infantil, de pura anormalidad.
De otro lado Barnes. Niveles de vida es en realidad dos libros, o al menos dos relatos. Aunque dividido en el intento de exploración de la altura (a través del relato simultáneo de tres de los primeros viajes que, partiendo de Inglaterra, se hicieron en globo), del llano y de la profundidad (una dimensión de la que, según parece apuntar el autor, hoy día carecemos), en realidad las dos primeras partes conforman una historia y la tercera otra bien distinta. En la primera de ellas, Barnes presenta simultánea y magistralmente tres aventuras que va enlazando por donde uno menos se lo espera y que se iluminan unas a otras de un modo mágico. Aparece ahí el mejor Barnes, especialmente el de la primerísima parte: asombroso lo que sabe de esa época, de la épica de aquellos locos en sus locos cacharros, de la cultura francesa, del arte de contar. La tercera parte no tiene nada que ver, por mucho que explore la coordenada espacial descendente: en ella el autor, en clave autobiográfica relata la dureza de la viudez, el inconsolable dolor por la muerte de su mujer Pat, y las conexiones con lo relatado previamente apenas son relevantes o significativas, tampoco por contraste. ¿Se trata de una obra fallida? Yo no diría tanto. Las primeras cuarenta páginas son insuperables y la parte confesional resulta lúcida, sincera, profunda, valga el calificativo.
Libros difíciles (nadie ha dicho que la literatura fuese una cosa fácil), para buenos lectores, de los pacientes, de los que no pretenden entenderlo todo, de los que valoran el riesgo en literatura. Los que se emocionan con las obras que son capaces, como lo son siempre las de Barnes & Jaeggy, de crear, solo con palabras, una determinada atmósfera.