Una amiga mía, muy aficionada al tango, y en especial a una variedad conocida como “four kisses tango”, me recomienda, insistentemente, que lea “La belleza del marido”, una novela en verso de la canadiense Anne Carson. Ayer, con tal de no oírle más, me lo tragué de un tirón (237 páginas con las notas), leyendo ya en la cama desde la mediañoche hasta las dos de la mañana. Confieso que acabé la lectura exhausto, por la hora, y por la densidad y belleza de este libro que os recomiendo vivamente. No he leído nada mejor en los últimos años, y me confirma una vez más el buen criterio de mi amiga porteña (de adopción: ¡cuando pienso que estuvo a punto por amor de afincarse allí definitivamente!). La edición de Lumen (2003) es bilingüe, de modo que es como leer dos libros en uno. Seguramente fui yo el que enseñó a mi guía lectora el contenido de la palabra de origen griego catársis; estoy casi seguro que ahora me ha querido devolver en vivo mis elucubraciones teóricas. Y se lo agradezco, porque uno sale de esa lectura transformado para bien: es una amiga de las que de verdad te quieren. Un libro sobre el matrimonio que, como el tango, necesita a dos para bailarlo y que por supuesto hay que bailarlo hasta el final. Nunca, y no exagero, he visto expresado, con tanta belleza, el claroscuro de una realidad que está en el mismo fundamento de la vida de cada uno de nosotros (veremos que pasa con las generaciones siguientes). La pena, la unión más allá del dolor, la forma en signo de cruz de esa relación que conforma, de nuevo, a los esposos. No hay más que ver la torpeza del beso en la foto de André Kertész para saber que esos dos ingenuos se casaron. He recordado, leyendo a Anne Carson, los versos que Juan Eduardo Cirlot le dedicó a su mujer en un gran poema de amor tardío: “Te debo/el orden y la paz que me conceden/abrirme hacia mi abismo cuando el oro/profundo de mi cielo me lo manda.//Te debo estar escrito” (en Del No Mundo. Poesía 1961-1973)