He leído ayer Amor y vejez, un opúsculo de François-René de Chateaubriand, publicado en la colección de los Cuadernos del Acantilado en 2008. Póstumo, inédito, este escrito estaba destinado, como una parte nada desdeñable de la mejor literatura de todos los tiempos, a perecer en las llamas, en este caso en las del hogar del genio de Saint-Maló. Un secretario mal pagado, que recibió el funesto encargo, pensó que era mejor guardarlo como un bien para sí. Ahí comienza la larga historia secreta del texto que Marc Fumaroli nos resume en el ensayo que lo acompaña en el volumen, y que es una de las mejores piezas de crítica literaria que he podido leer en mucho tiempo. Chateaubriand se autodefinió alguna vez como homo eroticissimus vel christianissimus, es decir, alguien con una sensualidad a flor de piel que, no obstante, podía cortar su fe en el Cristo al que amaba con unas tijeras. ¿Extraña mezcla? No creo que tanto. Si alguien no se lo cree, que se de un paseo por Roma, Vaticano incluido o por la obra de Lope, Rimas sacras incluidas. En realidad, más que sensual, que también, era un erotómano, no en el sentido directamente sexual que se le atribuye al término hoy día. Hombre amantísimo, podríamos decir, enamorado del amor como expresión sublime del espíritu humano. Y sin embargo, nadie como él conocía las dificultades del amor, el carácter casi siempre imposible de éste. La vejez, la senectud, de la que este escrito es un tratado memorable, en la que la decrepitud corporal se enfrenta a la hondura de la experiencia, es un momento de la vida en la que las pasiones lejos de ceder se destilan y pueden producir los frutos más refinados, fugaces y brillantes en la vida amorosa de cada quien. En todo caso, no os perdáis esta joya literaria.