Un fragmento
El viajero sobre la tierra es un cuento gótico. Habitaciones encantadas, leyendas gaélicas sobre maldiciones divinas, un fondo de maniqueísmo, desdoblamientos y apariciones de algún que otro fantasma estrambótico; no faltan tampoco una sensualidad escondida y los necesarios toques macabros a la hora de referirse al cuerpo. Narrativamente se presenta como una encuesta, una investigación en este caso literaria o periodística mas que criminal que poco a poco parece arrojar luz sobre el enigma. Desde el punto de vista estilístico, hay una marcada tendencia a dotar de valores morales a las cosas visibles (puertas, casas, muebles, jardines, cortinas), descritas con morosidad y sumidas en un peculiar juego de luces y sombras que recuerda al Stevenson del Doctor Jekyll y Mr. Hide. Nada impide leer El viajero sobre la tierra en esta clave: dentro del mismo relato de alude a obras de este interesante subgénero, Frankstein de Mary Shelley o El vampiro de Byron. Pienso, no obstante, que lo que marca la diferencia, el valor añadido de este relato tiene que ver con algo que he señalado antes de pasada, algo que en definitiva nos permite distinguir en literatura el trigo de la paja: me refiero al modo en que se plantea, por parte del autor, la aprehensión de la realidad o lo que Rilke denominó, en referencia al trabajo pictórico de Cézanne, la “realización”. Es decir, en una narración como esta, por lo demás escrita por un autor novel e inexperto, obligado en cierta forma a acogerse a los recursos genéricos de la literatura que frecuenta y conoce como lector, sin que por ello quiera cerrarse a otras influencias de mayor calado, patentes para cualquier lector experto (de Baudelaire a Hawthorne, de Kafka a Apollinaire, del último Rousseau, el de Las ensoñaciones a los novelistas del surrealismo y sobre todo del gran éxito bíblico, de las cartas paulinas a la gran poesía sagrada pasando por los retratos vocacionales veteo y neotestamentarios), lo que se produce es un intento de acercarse lo más posible, como si se tratara de arrimarse a una llama, al fuego de lo realmente real.