NOVEDAD DEL CRISTIANISMO

La obra de Lucas resulta poco conocida en el medio literario actual pero lo cierto es que no sólo estamos ante un verdadero escritor –tiene orden, precisión, claridad expositiva y riqueza léxica– sino que sus textos, escritos en griego koiné, Evangelio según Lucas y Libro de hechos de los apóstoles, están inmersos por la fuerza de su talento y capacidad de visión tanto en la realidad política y cultural del naciente imperio romano como en la tradición hebrea, siendo al mismo tiempo Lucas capaz de distanciarse o distinguirse con determinación de ambas tradiciones; se trata a mi juicio de uno de los casos más cumplidos de interculturalidad que pueda encontrarse en el largo desarrollo de la historia de la literatura occidental.
Los textos lucanos comienzan al modo de muchos escritos griegos de la época, con un prólogo o dedicatoria dirigida a un tal “muy honorable Teófilo” (Lucas, 1,3), y en todo caso forman un tándem porque en el prólogo al libro de Hechos el autor se refiere a un “primer libro” (1,1) que no sería otro que el Evangelio que él mismo redactase. En el íncipit Lucas se presenta a si mismo como un historiador que “después de haberse informado de todo a partir de sus orígenes”, ha decidido ofrecer un relato “ordenado” de la vida y enseñanzas del Cristo. Ese orden, y la capacidad de estructurar el texto de un modo completo se manifiesta en que el primer libro comience en Belén, con el empadronamiento decretado por Augusto de una familia de descendientes del Rey David, y termine con la Pasión en Jerusalén, mientras que el segundo abarca espacialmente, en la descripción de la actividad apostólica, una parte significativa del territorio del Imperio (Palestina, Fenicia, Chipre, Siria…) para concluir como no podía ser de otra manera en la capital (con Pablo de Tarso hecho prisionero en tiempos de Nerón). Toda la vida del biografiado; todo el espacio sobre el que se despliega el fondo político de la misma.
De nuevo un esquema dual análogo al que estructura por ejemplo la obra homérica y que, por tratarse del empeño por reproducir el orden natural de las cosas (un orden también interno) alcanza un significado al mismo tiempo realista y simbólico. En el doble relato lucano primero se aborda la vida de Jesús desde su nacimiento hasta su muerte y resurrección interpretada como el cumplimiento perfecto de la esperanza mesiánica de los hebreos a los que se dirige en exclusiva, y después, en Hechos, se desborda esta perspectiva en la medida en que la promesa mesiánica se amplía, por medio de la Iglesia naciente, al orbe entero de cristianos, judíos y paganos. La vida de Cristo pudo ser haber sido escrita en torno al año 80 (alude por dos veces y con detalle a la destrucción del Templo de Jerusalén del año 70); el libro de Hechos ha de ser posterior al encarcelamiento de Pablo (años 60-62) y no hubo de escribirse antes del Evangelio porque así parece atestiguarlo el proemio.
Quiero detenerme en el comienzo del Evangelio según Lucas. A las virtudes de orden, claridad y capacidad de visión ya mencionadas hay que añadir, en relación con este fragmento inicial, una capacidad poco común de expresar con sencillez algo denso y complejo. Lucas acomete la narración de dos situaciones distintas pero confluyentes: sendos nacimientos de dos niños judíos emparentados, Juan el Bautista y Jesús, en el tiempo del César Augusto.
El esquema formal al que se atiene Lucas es el de una narración en paralelo o synkrisis, procedimiento de comparación de dos vidas y dos personalidades (el mismo que, a otra escala, utiliza Plutarco en Vidas paralelas). Un relato doblado que se prolonga y perfila en los cuatro primeros capítulos de su libro. Comienza con Juan, pero será Jesús quien vaya tomando progresivamente el centro de la escena y tienen especial intensidad los capítulos 1 y 2 hasta culminar en la escena del Bautismo de Jesús coincidente en el tiempo con el apresamiento de Juan y el fin de su ministerio (3, 19 y ss.)
Primero se producen dos anunciaciones distanciadas por un periodo de seis meses: a Zacarías el padre de Juan se le aparece Gabriel para comunicarle que sus oraciones han sido atendidas y que, a pesar de su ancianidad y de la de su mujer Isabel, serán padres de un hijo al que habrán de llamar Juan, que el niño será santo y preparará al pueblo y atraerá “a muchos hijos de Israel” (I, 16) hacia al Señor. El mismo ángel anuncia a María que será la madre del Mesías. Las situaciones no son idénticas y en los matices contrapuestos se encierran diversos planos de significación. Zacarías es hombre, María mujer; Isabel era anciana y estéril, María una joven virgen: ella le dice al ángel que “no tiene relaciones conyugales” (1, 34). Dos imposibilidades, pero de distinta naturaleza. Zacarías duda y queda mudo. María cree y pregunta cómo será posible engendrar en situación no marital. Gabriel le habla de una fecundación por el espíritu de Dios. «Fiat.» (Hágase, I, 38) responde María y lejos de quedar muda será capaz de pronunciar el Magnificat, una cumbre poética conocida por el término latino con el que comienza su transcripción en la versión de la Biblia Vulgata.
El relato del anuncio del nacimiento de un hijo y de su cumplimiento, a despecho del obstáculo que representa la infertilidad de la madre, aparece narrada en la Biblia hebrea al menos en los casos de Isaac, de Sansón y de Samuel. Desde el punto de vista de la historia de las formas, por tanto, el relato lucano no resulta novedoso. Contiene todos los elementos comunes a los ejemplos mencionados: una mujer infecunda, la aparición celestial, el anuncio de la procreación, la promesa de un gran futuro para el niño, las objeciones humanas al anuncio y la imposición del nombre y nacimiento. Naturalmente, como en el caso de los relatos de la vocación de los patriarcas y de los profetas hebreos, la tesis de fondo de toda esta la literatura no es otra que la expresión de la convicción de que Dios tiene una presencia actuante en la historia de los hombres: Deus Sóter, el Dios que salva porqué está por encima de la imposibilidad. Existen, claro está, elementos comunes con otras tradiciones, incluida la grecorromana: Suetonio escribe en Augusto que ya en el nacimiento del futuro César podía “esperarse y preverse su futura grandeza y su felicidad ininterrumpida” (Vida de los doce Césares).
Ambos mensajes del ángel se cumplen a su debido tiempo. Nace el precursor (que había saltado de alegría en el seno de Isabel cuando se le acercó María para asistirle en el final de su embarazo) y es circuncidado. Zacarías insiste en que se llama Juan, como le había indicado el ángel: al no poder hablar, el viejo sacerdote lo escribe en una tablilla. Al instante recupera la voz y pronuncia el canto Benedictus. Nace Jesús. Descendiente de la casa de David, su padre se ha desplazado con su mujer a la pequeña ciudad de Belén. María está encinta y allí se cumple el tiempo de dar a luz. El niño nace a la intemperie. No hay un techo para ellos. Lo envuelven en unos pañales y lo recuestan en un pesebre. Unos pastores que estaban cerca reciben la visita de un ángel que les comunica que les ha nacido un Salvador. El coro de los ángeles entona el Gloria: «Gloria a Dios en el Cielo y en la tierra paz para los hombres de buena voluntad». ¿Por qué fueron elegidos, según Lucas, unos pastores? ¿Y por qué en el cántico se exalta precisamente la paz? ¿No era ése el ideal máximo de la política del emperador Augusto, el signo de la nueva Edad de oro con la que se identificaba el sentido de su reinado? ¿No se ensalzaba precisamente, en esta nueva era, la vida bucólica? ¿Se trata de una mera coincidencia? De serlo, hay que reconocer que lo sería en el tiempo, en el espacio y en los textos (pensemos por ejemplo en Geórgicas de Virgilio: recordemos las tantas veces referidas noticias de un niño salvador en Bucólica IV). Los pastores cuentan a los padres del recién nacido lo que han visto y oído: María, escribe Lucas, “guardaba en su corazón cuanto ocurría, meditándolo” (2,19).
Lucas combina la narración con la inclusión de esa serie de fragmentos líricos o cantos: primero el Magnificat, después el Benedictus. El libro mantiene el tono de una biografía (una vita) más cercano a la historiografía grecolatina que al tenor de los libros bíblicos. La combinación de una prosa narrativo-biográfica–histórica con fragmentos líricos apenas se encuentra en la tradición clásica –si exceptuamos la sátira menipea– en la que la forma poemática y la forma prosa se distinguen de inicio y se mantienen a lo largo de los textos; cosa distinta es que en cualquier escrito se puedan apreciar alteraciones de la intensidad lírica o en el plano de la significación de los hechos que se narran (algo que venía sucediendo de modo sistemático en la obra de los autores de la segunda mitad del siglo I, por ejemplo en la obra de Séneca).
En el caso del texto de Lucas dichos fragmentos líricos cumplen al menos tres funciones poéticas: embellecen el relato, lo colorean con el signo de la alegría y la esperanza (si se miran con frialdad los hechos que se narran aquí y las circunstancias en que se producen no son precisamente de color de rosa) y, en tercer lugar, contienen un plano discursivo que permite establecer pausas narrativas en las que indicar y amplificar el sentido (augural) de lo relatado.
La pensadora judía Evelyn Goodman-Thau afirma que para el pueblo hebreo los hechos de la historia importan por “la forma en que el hombre recuerda su historia, el punto en el que se cruzan historia y biografía, cuando el hombre, como individuo que recuerda, se convierte en el eslabón de la cadena de la memoria colectiva”. Magnificat y Benedictus constituyen ejemplos notables de esta convicción hebraica, pero van más allá en un sentido que no parece absurdo denominar cristiano en la medida en que ambos textos personalizan en Jesucristo, de la estirpe de David, al Mesías de Israel. Por eso, y puesto que se trata de ir perfilando la visión cristiana también en lo que se distingue de la cosmovisión hebraica (a partir de la antigüedad tardía, aquella será de una importancia singular en Occidente), hay un punto concreto en el que Lucas se separa ideológicamente hablando de la lectura hebraica del legado bíblico.
Si las promesas de la Alianza de Dios con su pueblo se cumplen en plenitud con el nacimiento, muerte y resurrección del Cristo, ya no hay propiamente nada que esperar. El tiempo se ha cumplido, paradójicamente, en un Mesías crucificado. Para Lucas su fuerza está en que ha resucitado. La luz que proclama Benedictus, la que ilumina a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Ambos cánticos mencionan la humildad, la pequeñez, el hambre, el miedo. En Hechos, en la medida en que el Resucitado asciende a los Cielos y sus seguidores se constituyen en Iglesia a la que es enviado el Espíritu (Hechos 2, 33) con el fin extraño para un hebreo de anunciar la luz de la que habla Zacarías “al pueblo y a las naciones paganas” (Hechos 26, 23), la distancia con el judaísmo se hará irrecuperable. Para los hebreos de entonces las promesas de la Alianza siguen tan vivas sólo para ellos como inéditas en el tiempo histórico. Para Lucas la promesa anidaba en el cuerpo de la Iglesia a la que cualquiera podía adherirse. La mirada de aquellos sigue fija en las promesas del pasado, la de éste en el presente realizado como redención en la comunidad de los seguidores del Cristo. Desde una posición diferenciada, no obstante, ambas tradiciones contemplan el misterio y anhelan la eternidad.
Nadie ha conseguido explicar suficientemente como siendo así que “sin judaísmo no hay cristianismo, que la Biblia de los primeros cristianos era el Antiguo Testamento, que los escritos del Nuevo Testamento pasaron a ser Biblia cuando se agregaron al Antiguo, que el evangelio de Jesucristo supone siempre y con plena conciencia la Torá y los Profetas, que, en ambos Testamentos, según la concepción cristiana, se habla del juicio y de la gracia” (Hans Küng), cómo fue posible que el cristianismo y no directamente el judaísmo se convirtiera con el correr de los siglos en la religión más universal de la humanidad.
No menos importante resulta el modo en el que Lucas marca distancia, después de haberse “mimetizado” con ella, con la cosmovisión romana encarnada en el emperador Augusto y en el ideal de una Edad de oro basada en la paz. Lucas conocía tan bien el mundo romano como el hebraico y se arriesga a plantear su relato dirigido a los cristianos que conviven con judíos y paganos con esquemas que en parte les pertenecen a ambos grupos humanos. En relación con los romanos, Lucas, asumiendo externamente sus representaciones, acaba por distinguirse de un modo no menos radical.
Nada tiene de anecdótico en efecto el hecho de que se mencione el motivo de la presencia de la familia de José en Belén, donde habrá de nacer Jesús. El César Augusto había decretado un censo imperial. ¿Para qué? Para que se cumpliera la antigua profecía que localizaba allí al Mesías Salvador –“Y tú Belén de Judá no serás la última de entre las ciudades…” Miqueas, 5, 2”–. No lo sé, pero sí se puede afirmar que constituye un dato histórico que los censos romanos se hacían fundamentalmente para cobrar tributos, lo que implicaba de paso un despliegue del aparato de propaganda en la medida en que al tiempo que se imponían gravámenes pecuniarios se grababa en las mentes de todos los habitantes del Imperio quién tenía el poder de hacerlo. Todo lo contrario, por tanto, del ideal de humildad, pobreza y desinterés al que se refieren los hechos narrados y los cánticos presentes en el inicio del relato de Lucas. De un lado el poder del César que obliga a sus súbditos a pagarle recordándoles de paso que son sus vasallos. El oro. La corte. La milicia. Y en esas condiciones sí, la paz (una paz que no es sino sometimiento). De otro, dos familias pobres de estirpe respectivamente noble y sacerdotal que se someten a la ley del César-dios (¿un peón en un plan de mayor alcance?) pero que atienden en una longitud de onda completamente distinta a la de los poderosos de la tierra.
En relación con el César hay otra diferencia relacionada con las posiciones de poder. Éste –considerado un dios– tiene súbditos fieles a los que ordena cosas y exprime económicamente. El Dios de la Alianza en cambio se sujeta al pueblo con sus promesas (la Ley, que viene de Dios y vincula al hombre, en la medida que se deje vincular, es ante todo promesa). Dios se encadena a sus promesas y a la dimensión más recia de la materialidad; los hombres son encadenados por la voluntad de otros hombres que pretenden deificarse. Dios se hace hombre. Según Lucas, Dios es fiel porque quiere. Un acto tan libre como vinculante pero sólo para Él.
Lucas, que aprovecha algunos de los tópicos principales de la poesía romana no sólo como elementos literarios, había aprendido de esta tradición a hacer de la literatura un uso político.

Foto© Aurora Sotelo, Oxford Street, Navidad 2019.

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